Enigma, de Ensalada Loca, una crítica a James/Jan Morris

ENIGMA

Como supongo que todo el mundo sabe a estas alturas, James Morris tenía cuatro años y estaba sentado bajo el piano escuchando a su madre tocar Sibelius cuando se apoderó de él la convicción irreversible de que debería haber nacido niña. A los nueve años rezaba todas las noches para que ocurriera el milagro. «Hazme niña. Amén». Ingresó en el ejército, se hizo periodista, escaló el Everest con Sir Edmund Hillary, ganó premios por sus libros y tuvo cuatro hijos con una mujer que sabía que lo único que él realmente deseaba era un cambio de sexo. Hace casi dos años, se fue a una clínica de Casablanca de suelos sucios, se afeitó el vello púbico «y fui a despedirme de mí mismo en el espejo. Nunca volveríamos a vernos, y quería mirar a los ojos a ese otro yo por última vez y darle un guiño de buena suerte». El guiño de la suerte no le vino nada bien a su otro yo: a la mañana siguiente se lo cortaron, y James Morris se despertó y se encontró con que era tan mujer como las hormonas y la cirugía se lo permitían. Vendió el esmoquin inmediatamente y se cambió de nombre.

Se hubiera evitado todo este lío si James Morris hubiera nacido judío ortodoxo (en cuyo caso podría haber elegido la oración judía estándar de agradecimiento a Dios por no haberlo hecho mujer) o si se hubiera ido a ver a un buen analista freudiano, que podría haberse dado cuenta de que un niño pequeño sentado bajo un piano probablemente estaba mirando por debajo de la falda de su madre. Pero no hubo suerte. James Morris se ha convertido en Jan Morris, una señora inglesa con perlas y un conjunto de jersey y chaqueta, que se sonroja con frecuencia, rompe a llorar por las cosas más insignificantes y le encanta cotillear con alguien llamada Mrs. Weatherby. La Sra. Weatherby, escribe Morris, «está realmente preocupada… por mi migraña de ayer; y cuando me paro a pensarlo descubro que yo también estoy sinceramente apenada al saber que Amanda se perdió la excursión del colegio por culpa de su tobillo».

Conundrum es el libro de Jan Morris sobre su experiencia, y lo leí con mucho interés, en gran parte porque yo también siempre quise ser una chica. Yo también sentía que había nacido en el cuerpo equivocado, un cuerpo que se negaba, a pesar de todas mis imprecaciones y ejercicios, a convertirse en un cuerpo diferente al varonil y delgado que yo tenía. Yo también crecí deseando protectores, extraños que llevaran mis maletas, camioneros que me silbaran por las ventanillas. Lo que más deseaba ser era algo que nunca seré: femenina, y femenina en el peor de los sentidos. Sumisa. Dependiente. De hablar suave. Coqueta. No hacía nada de eso bien, se me daba fatal el ser chica; en cambio, no se me da nada mal ser mujer. Por otro lado, Jan Morris se le da fatal ser mujer; en lo que se ha convertido es exactamente en lo que James Morris deseaba ser hace tantos años. Una chica. Y lo que es peor, una chica de cuarenta y siete años. Y peor aún, una chica Cosmo de cuarenta y siete años. A saber:

«Entiendo bien lo que Kipling tenía en mente, sobre hermanas bajo la piel. Mientras tomamos café, una señora de Montreal me habla efusivamente de Bath: «No sé si usted ha viajado mucho» (no demasiado, miento con recato), «pero creo que es importante, no cree, ver cómo realmente vive otra gente». Me encuentro con Jane W. en la calle y me cuenta los últimos desmanes de Archie: «De verdad, Jan, no sabes la suerte que tienes». Compro papel para escribir – «Qué bonito es poder escribir, me haces sentir como una auténtica zopenca»- y cuando vuelvo a casa para empezar a trabajar en un nuevo capítulo, descubro que hay obreros en el piso desmontando un riel para colgar cuadros. A uno de ellos se le ha caído mi caballito rojo de la repisa de la chimenea y le ha astillado la grupa esmaltada. Contengo mi enfado, esbozo una sonrisa bastante fría y les preparo a todos una taza de té, pero mientras ellos se sirven tímidamente el azúcar, pienso para mis adentros un duro pensamiento feminista. Tenía que ser un hombre, pienso. ¿Quién iba a ser sino?».

Es una obviedad del movimiento feminista que los conceptos exagerados de feminidad y masculinidad han contribuido a hacer infeliz a mucha gente, pero en ningún sitio es esto más evidente que en el empalagoso y bochornoso libro de Jan Morris. Leí por primera vez sobre Morris en un artículo dominical del New York Times Magazine que aportaba dignidad y sensibilidad real a la obsesión de Morris. Pero la propia sensibilidad de Morris es tan frívola e incesantemente jovial que su libro casi no tiene dignidad. Lo que ha hecho en él es desandar la vida de él/ella (me voy a volver loca con los pronombres y adjetivos) aplicando sentimentales juicios de género a todo. Oxford es maravilloso porque es femenino. Venecia es sublime porque es femenina. Los políticos son espantosos porque son masculinos. «Incluso más que ahora», escribe Morris sobre sus años como corresponsal en el extranjero, «el mundo de los negocios estaba dominado por los hombres. Era como pasar de una obra de teatro barato a la realidad, pasar de los ridículos tejemanejes del despacho del ministro o del estudio del embajador a la casa privada que hay detrás, donde había mujeres haciendo cosas reales, como criar niños, pintar cuadros o escribir cartas.»

Y en cuanto al sexo… pero dejad que Morris os hable de los hombres y las mujeres y el sexo. «Sin duda te estás preguntando, sobre todo si eres varón, ¿qué hay del sexo? Una de las sorpresas genuinas y recurrentes de mi vida se refiere a la importancia que tiene para los hombres el sexo físico: ….. Para mí, la realización del acto sexual parecía tener una importancia y un interés secundarios. Sospecho que esto es cierto para la mayoría de las mujeres…. En el curso ordinario de los acontecimientos [el acto sexual] me parecía ligeramente desagradable, y sólo podía imaginarlo como parte de algún gran acto, una declaración de interdependencia absoluta, o incluso un sacrificio.»

___

A lo largo de los años, Morris visitó a varios médicos, algunos de los cuales le sugirieron que probara la homosexualidad. (Ya la había probado unas cuantas veces, pero le resultaba estéticamente desagradable). Se concertó una cita con el propietario de una galería de arte londinense. «Tuvimos un almuerzo difícil juntos», escribe Morris, «y le hizo ojitos al sumiller por encima de la ensalada de frutas». El comentario es interesante, no sólo por su hostilidad hacia los homosexuales, sino también porque Jan Morris ahora hace exactamente lo mismo a los sumilleres, en la página 150 de su libro, de hecho.

A medida que James se convierte en hermafrodita y luego en Jan, la prosa del libro, que ya es bastante empalagosa de por sí, se convierte en una verborrea recargada y repleta de símiles que hace que el estilo de las novelistas victorianas parezca sobrio. Los signos de exclamación y las palabras en cursiva aparecen cada vez con más frecuencia. Todo se ruboriza. James Morris se ruboriza. Sus «pequeños pechos florecían como rubores». Empieza a hablar con las flores y a desearles Felices Pascuas. Se vuelve aún más devoto de los animales. Por primera vez es capaz («se me cayeron las escamas de los ojos») de mirar por la ventanilla de un avión y ver las cosas que hay en el suelo, no como coches y casas vistos a distancia, sino «¡Ohhh!… como casas de muñecas y coches de juguete». Poco antes de la operación, él y su mujer, Elizabeth, cuya comprensión desafía toda comprensión, hacen un viaje, ambos como mujeres, por Oregón. «¡Cuán alegremente viajamos!» escribe Morris. «¡Qué bien nos lo hicieron pasar los oregoneses! ¡Con qué alegría intercambiamos bromas con barqueros y leñadores, coquetos mecánicos y hospitalarios tramperos! Nunca me sentí tan liberada, ni más yo misma, ni nunca quise tanto a Elizabeth. Vamos, chicas», decían los hombres del motel, y aunque os suene infantil, tonto en sí mismo, quizá un poco patético, posiblemente grotesco, si me hubieran regalado un título nobiliario, o me hubieran vestido ceremonialmente de carmesí, no me hubiera sentido más halagada». Lo único que Morris se olvida de escribir en este pasaje es una carita sonriente.

Morris es exasperantemente imprecisa acerca de las reacciones de sus hijos (insiste en que se adaptaron perfectamente) y de Elizabeth (dice que siguen siendo las mejores amigas). «No soy la primera», escribe Morris, «en descubrir que una receta para un matrimonio idílico es una mezcla de afecto, potencia física e incongruencia sexual». (¿Matrimonio idílico? ¿En el que tu marido se convierte en una señora? Supongo que esto se lo debemos a un paulatino Harold-y-Vitaísmo (nota de la traductora: Vita Sackville-West, poeta y lesbiana, casada con Harold Nicolson, diplomático y gay, sentían adoración la una por el otro, a pesar de las continuas aventuras sentimentales de ambos); aun así, es una de las tendencias más ridículas de los últimos años confundir las grandes amistades con los grandes matrimonios; los grandes matrimonios son cuando lo tienes todo). En cuanto a su nueva vida sexual, Jan Morris afirma con lirismo que su sexualidad es ilimitada. ¿Pero cómo?

Desgraciadamente, es bastante más explícita sobre los detalles de lo que ella llama «los verdaderos síntomas de la feminidad». «Cuanto más me trataban como mujer, más mujer me volvía», escribe. «Me adapté casi sin querer. Si se suponía que era incompetente dando marcha atrás o descorchando botellas, incompetente me volvía. Si pensaban que una maleta era demasiado pesada para mí, inexplicablemente también lo pensaba yo…. Descubrí que incluso hoy los hombres prefieren que las mujeres estén menos informadas, sean menos capaces, menos habladoras y, desde luego, menos egocéntricas que ellos mismos; así que generalmente los complacía. … No me interesaba especialmente ser buena dando marcha atrás, y no me importaba lo más mínimo que mecánicos analfabetos me trataran con condescendencia, si eso significaba que me iban a dar cupones extra…. Y cuando el quiosquero me mira con aprobación, o cuando el lechero me  sonríe, me siento absurdamente eufórica, como si me hubieran hecho una buena crítica en el Sunday Times. Sé que es una tontería, pero no puedo evitarlo».

La verdad, por supuesto, es que Jan Morris no sabe que son tonterías. Cree que eso es así. Y yo me pregunto sobre todo esto, me pregunto cómo alguien en estos tiempos puede pensar que eso es ser mujer. Y mientras me lo pregunto, me asalta un duro pensamiento feminista. Tenía que ser un hombre, pienso. ¿Quién iba a ser sino?

Junio, 1974

Enigma está sacado de esta compilación de ensayos

4 respuestas

  1. Tenía que ser Hombre (o en su «defecto», una buena Mujercita, Señorita calladita, bonita y formalita, educada en las buenas formas y costumbres del ser femenina)… Caweeeenn

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