
Hay una escena emblemática en la película Luz de Gas, de 1944, en la que Gregory -interpretado a la perfección por Charles Boyer- intenta convencer a su mujer, Paula (una luminosa Ingrid Bergman), de que se está volviendo loca. La lleva desgastando durante meses, pero éste es el momento que la rompe: ella recuerda cuándo empezó todo, el día en que encontró una extraña carta entre los efectos personales de su tía recientemente fallecida. Recuerda que la carta molestó a su marido… y es entonces cuando él entra a matar.
Gregory: ¿Qué carta?
Paula: La que encontré entre las partituras de aquel hombre.
Gregory: Sí, tienes razón. Ahí fue cuando empezó. Aun puedo verte, ahí de pie y diciendo: «Mira. Mira esta carta». Y mirando fijamente a la nada.
Paula: ¿Qué?
Gregory: ¡No tenías nada en la mano!
Ni que decir tiene que Gregory es un mentiroso -¡y un asesino!- y que sí que había una carta, que Paula acaba encontrando más tarde, confirmando así que nunca había perdido la cordura. Pero imagina si no la hubiera encontrado. Imagina que su marido hubiera destruido la carta; peor aún, imagina que pudiera hacer parecer como si jamás hubiera existido. Imagina un vídeo hecho con deepfake de Ingrid Bergman diciendo, mira, mira esta carta… y, efectivamente, sin nada en la mano.
Últimamente pienso mucho en Luz de Gas, en esa escena, cada vez que aparece una nueva historia de censura. Incluso más que otras analogías obvias -me viene a la mente 1984 de Orwell, por supuesto, y Fahrenheit 451 de Bradbury-, hay algo en esta película que habla del aterrador poder de la narrativa, de la poca fiabilidad de la memoria y de la importancia de conservar los registros históricos que anclen nuestra comprensión compartida de lo que es verdad.

Estoy escribiendo esto en un momento en el que yo (o al menos, alguien con la habilidad y la inclinación para introducir las indicaciones adecuadas en un generador de vídeo de inteligencia artificial) podría crear una versión de la película en un universo alternativo en el que la pobre Paula se está realmente volviendo loca, o quizás, y más en consonancia con la sensibilidad contemporánea, una en la que echa a su marido de mierda a la calle y se convierte en una influencer de estilo de vida. El auge del modelo de streaming multimedia, combinado con una tecnología de edición cada vez más avanzada, ha dado paso a una nueva era en la que no sólo es posible alterar una obra de arte existente de forma instantánea e impecable, sino hacerlo sin previo aviso, en la oscuridad, recortando silenciosamente pequeños fragmentos de historias, canciones y películas que no viven en estanterías físicas, sino en servidores de una ciudad digital en tierra de nadie. Los personajes de los viejos carteles de cine levantan las manos vacías que antes sostenían cigarrillos; las escenas culturalmente faltas de sensibilidad se manipulan suavemente hasta que cumplen la normativa. Atrás ha quedado la conspicua purga de los años 90 que substituía las palabrotas de los cantantes con un pitido (RIP, edición radiofónica de «Closer» de Nine Inch Nails); ahora se pueden eliminar las letras ofensivas y sustituirlas por alternativas autotuneadas, tan perfectas que uno ni siquiera se da cuenta de lo que se está perdiendo. En la publicación de libros, los editores de sensibilidad extirpan quirúrgicamente actitudes anticuadas o extrañas de los textos clásicos (y a veces insertan otras nuevas). El efecto general es como algo que viene de The Matrix, pero sin los fallos técnicos que alertan de que algo ha sido cambiado.
De hecho, los encargados de actualizar las viejas canciones e historias para reflejar nuestra sensibilidad actual (o la de alguien, vaya) son extrañamente reticentes a revelar los detalles de lo que están haciendo. La falta de transparencia en torno a lo que se está cambiando y a quién lo está haciendo revela no sólo un deseo basado en la ideología de inmiscuirse en el arte del pasado, sino una inquietante propensión a hacerlo en la oscuridad. Incluso en los casos autocomplacientes y muy publicitados de «purgas» -como las recientes actualizaciones de los libros infantiles clásicos de Roald Dahl para hacerlos más suaves, delicados y, en general, lo menos parecidos posible a los de Dahl-, la esencia de los cambios suele quedar ambigua hasta que un tercero decide ponerlos juntos y compararlos. El anuncio en febrero de que las novelas de James Bond de Ian Fleming se iban a someter a una edición de sensibilidad generó preguntas, que en gran parte quedaron sin respuesta, sobre qué líneas exactamente (o quizás personajes enteros) se recortarían y por qué. Cuando R.L. Stine se enteró por Twitter de que su obra había sido sometida a una edición de sensibilidad, anunció que se había hecho sin su consentimiento. («Nunca he cambiado una palabra en Goosebumps. Nunca se me mostró ningún cambio», le respondió a un fan descontento).
Algunas ediciones sólo se descubren cuando un lector tropieza por sorpresa con una alteración en un texto conocido, como cuando los fans de Agatha Christie se encontraron con que las ediciones digitales de varias obras, incluida Muerte en el Nilo, habían sido despojadas de la noche a la mañana de referencias a raza, etnia y ciertas características físicas. (Los herederos de Christie no respondieron a un correo electrónico solicitando comentarios, pero parece que la actualización se hizo sin previo aviso y sólo se informó de ella cuando los fans empezaran a comentarla en Internet).
La censura que tanto indignó a los liberales en la era anterior a Internet parece pintoresca en comparación. Una prohibición por aquí, una quema por allá, una sola obra de arte «ofensiva» suprimida de una sola biblioteca, sala de cine o pared de museo. También es algo completamente diferente al reciente fenómeno de las lecturas de sensibilidad, en las que se aconseja a los escritores (o se los retiene como rehenes, según a quién se pregunte) sobre la representación adecuada de personajes cuya cultura, raza, orientación sexual u otras características de identidad difieren de las suyas. No se trata de dar forma a las historias contemporáneas en su origen; se trata de buscar entre los productos culturales existentes y queridos y editarlos para que cumplan las normas y costumbres del pasado en favor de lo que está hoy de actualidad.
Todo esto ocurre en un momento en que el ciclo de noticias estadounidense está dominado en gran medida por la indignación ante incidentes más acordes con nuestra noción de que la censura es competencia de los mojigatos de derechas: libros retirados en masa de las estanterías de las bibliotecas de Florida, un director de escuela despedido por enseñar a alumnos de sexto (de 11 a 12 años) una foto del David de Miguel Ángel, con pene de piedra y todo. Pero por desalentadores que sean estos incidentes, la intensa atención que se les presta parece cada vez más una distracción de esta otra forma de censura, a la vez más amplia e insidiosa, que se está abriendo camino por las entrañas de la cultura, vaciándola desde dentro hacia fuera.
Cuando la gente en una posición de autoridad cultural ya no se pone de acuerdo sobre la importancia de preservar el arte en su forma original y acorde con la intención del artista, el resultado es una ciudad sin ley gobernada por los caprichos y las sensibilidades contrapuestas de policías de la cultura sin nombre ni rostro, todos intentando agarrar el bolígrafo del censor. La línea que separa las cuestiones de moralidad de las de gusto no sólo es borrosa en estos casos, sino que es totalmente inexistente: si a una persona le ofende el sexismo de Agatha Christie, a otra su xenofobia, a otra su elitismo y a otra su propensión a la violencia macabra, ¿quién decide qué cortar y qué conservar? ¿Cuánta ofensa se le puede quitar a Muerte en el Nilo antes de que deje de ser obra de Christie?
Y en el afán por eliminar actitudes anticuadas de libros antiguos, ¿qué nuevos prejuicios se insertarán sin querer?
No sería la primera vez que una serie clásica de misterio se convierte en víctima de un presentismo equivocado: en 1959, la editorial Stratermeyer Syndicate sometió a la icónica detective Nancy Drew al equivalente de una edición de sensibilidad, por temor a que los libros no reflejaran las costumbres sociales modernas. Los nuevos libros eran más cortos y notablemente menos racistas que los originales de 1930, pero los cambios más importantes afectaron a la propia Nancy, en respuesta a las quejas de que era demasiado «descarada», demasiado «testaruda» y demasiado propensa a realizar trabajos de investigación atrevidos y peligrosos «que implicaban el uso de coches de alta cilindrada y perfumes caros». (Los bibliotecarios, que tanto antes como ahora se consideraban por supuesto los árbitros definitivos de qué tipo de literatura debía existir y cuál no, se sentían particularmente ofendidos por las travesuras de Nancy: un artículo de 1935 de una tal Lucy Kinloch calificaba la serie de «insignificante, sórdida, sensacionalista, vulgar y dañina» y expresaba el ferviente deseo de que la serie Nancy Drew, al haber sido apartada de las estanterías de su biblioteca, «acabara en la hoguera, que es donde debe estar»).
Liesel Crocker, coleccionista de libros y experta en Nancy Drew, explica por correo electrónico cómo los editores actualizaron a la heroína protagonista para que fuera «más doméstica, tranquila y femenina», reflejando las prioridades (y ansiedades) de los padres de los años 60 en cuanto al tipo de hijas que estaban criando se refería: «El lenguaje cambió de Nancy ‘exclamando airadamente’ a ‘declarando tranquilamente’. Donde antes Nancy conducía tan rápido como podía persiguiendo a un ladrón, ahora ‘conducía tan rápido como le permitía el límite de velocidad'».
Sin duda, los editores creían que estos cambios suponían una mejora respecto a los originales, pues hacían que los libros fueran más relevantes, más sensibles, a la sensibilidad del público moderno. Y sin embargo, cincuenta años más tarde, nuestra idea de un personaje femenino fuerte se parece mucho más a la Nancy temible y descarada de los años 30 que a la dócil seguidora de las normas de los 60. A pesar de nuestro bienintencionado deseo de situar a nuestros héroes de ficción -y a los autores que los crearon- en el lado correcto de la historia, los seres humanos somos pésimos a la hora de predecir cuáles de nuestras tendencias sociales actuales envejecerán bien y cuáles no.
Los partidarios de este tipo de edición afirman invariablemente que se trata de mucho ruido y pocas nueces, y que se haga lo que se haga a las obras clásicas en nombre de la sensibilidad, los libros originales siguen existiendo en amplia circulación para quienes quieran acceder a ellos. Podría decirse que eso es cierto, al menos para quienes posean copias físicas en lugar de digitales, pero no se trata de eso. En su día, el valor que los libros obsoletos perdieron en relevancia, lo ganaron en forma de ventanas al pasado. Antes, la gente podía apreciar la obra de Agatha Christie no sólo por su magistral trama y ejecución, sino también, antropológicamente, como un objeto del asombroso y casual desprecio con el que la gente de una determinada época, lugar y clase social veía a los que consideraban menos que ellos. Retroceder en el tiempo para suavizar ese desprecio puede hacer que los libros sean más aceptables para cierto tipo de lectores, pero tiene un precio.
Y la idea de que el arte debe ser infinitamente personalizable para reflejar las costumbres cambiantes, las sensibilidades personales, o ambas cosas, nos ha llevado a lugares extraños. Actualmente vivimos en un mundo en el que el nombre de Roald Dahl aparece en dos versiones diferentes de Las Brujas, una de las cuales que él escribió y otra que jamás, ni en un millón de años, habría escrito. Ahora, cuando uno vuelve a leer un libro muy querido de la infancia y descubre que es diferente, ya no está seguro de si se debe a que uno ha cambiado o lo que ha cambiado es la historia. Ahora, un autor cuyo legado es demasiado difícil y moralmente complejo corre el riesgo no sólo de que lo eliminen de las estanterías de las bibliotecas, sino de que lo sobrescriban, editen y tiren por el agujero de la memoria, donde ni siquiera el algoritmo pueda encontrarlo. El periodista tecnológico Nicholas De Leon, que está probando el nuevo chatbot de Google, tuiteó recientemente: «Bard se niega a reconocer la existencia de HP Lovecraft. Le he hecho 8 millones de preguntas sin éxito. Es como si toda su existencia no se pudiera ya comentar».
Esto es lo que se está erosionando: no sólo la capacidad de acceder a obras de arte «ofensivas», sino algo más fundamental. La confianza social. La inviolabilidad artística. Nuestra comprensión compartida, arraigada en los registros históricos, de lo que es verdad.
Ah, sí. Ahí es cuando empezó. Aún puedo verte, ahí de pie y diciendo: «Mira. Mira este libro de H.P. Lovecraft. » Y mirando fijamente a la nada.
¡No tenías nada en la mano!
6 respuestas
la composición de la pagina con ese fondo degradé en el centro que vira de sepia en laterales a blaco en el centro , dificulta mucho una buena lectura porque precisamente el txcto es blancoa su vez.
excelente artículo. GRACIAS!!
Hola, me encanta que te haya gustado el artículo.
Mi gurú tecnológico y yo tenemos una pregunta, porque no encontramos donde dices que sale blanco (de hecho, fue una de las cosas que pedí desde un principio, nada de blanco), me puedes decir dónde lo ves, y si estás leyendo desde el ordenador, móvil o tablet? Gracias.
Tan triste y cruel como cierto.
Me pregunto qué harán estos posmodernos censores con obras como ‘Un mundo feliz’, ‘Fahrenheit 451’ o ‘1984’ que en parte narran lo que ellos están haciendo.
Son capaces de prohibirlas. U organizar una quema pública, como intentaron hacer con Harry Potter.
Que bárbara columna
Estamos viviendo tiempos muy extraños.