«¿De verdad que necesitas hacer esto? ¿No te importamos el resto de nosotros para nada?», preguntó mi esposa, Stephanie. Pero mis energías estaban desbordadas por mis propias necesidades; era un enfoque que no dejaba sitio para nadie más. Después de toda una vida ocultando mi agitación interior, mi mente gozaba con lo que pensé que eran nuevas libertades. Estaba hablando de mi identidad de género; cómo era una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre y por qué necesitaba hacer la transición. Eso fue hace ocho años, en 2012. Es difícil para mí recordar cómo se apoderó de mi vida, aunque tal vez sea más fácil para Stephanie, que tuvo que mantener los pies en el suelo mientras mi cabeza estaba en las nubes.
Pero mientras me sentía liberado, Stephanie estaba traumatizada. Pensé que estaba yendo despacio; para ella, iba a la velocidad de la luz en una dirección a donde ella no quería ir. Luego, solo 18 meses más tarde, me sentaba en el banquillo del juzgado de Birmingham para decirle a un juez que ahora era Debbie Hayton.
La transición, para decirlo a la ligera, fue una experiencia de aprendizaje. El secretario del tribunal me aseguró que todos los que buscan justicia acaban en el banquillo. En menos de cinco minutos, leí mi declaración jurada, observé cómo se firmaba y sellaba, y salí del edificio con un nuevo nombre. Pero no era solo un nombre; también necesitaba hacer cambios en mi armario, que contenía poco más de dos pares de jeans, una docena de camisetas, algunos jerseys, mis cómodos pantalones cortos y un par de trajes para el trabajo. No tenía ni idea. El segundo mejor consejo que me dieron fue que pidiera cita con un personal shopper (comprador personal y asesor de moda) y que me asegurara de invertir al menos dos horas. Mientras hablaba por teléfono, me tranquilizaron: ‘¡No te preocupes! Vemos mucho esto». A pesar de mis preocupaciones y prejuicios, no parecía importarles. ¿Por qué iba a importarles? Su negocio era vender ropa, y mi dinero era tan bueno como el de cualquier otra persona.
Fue allí donde me empecé a dar cuenta de que tal vez mis mayores preocupaciones no eran las miradas raras en el autobús, estaban más cerca de casa. Eran Stephanie y nuestros tres hijos, que miraban con desconcierto cómo me escapaba corriendo.
Poco después de salir del juzgado, me embarqué en un recorrido por bancos y servicios públicos cambiando mis datos. Todos parecían ansiosos por ayudar. En mi banco, me mandaron a Phil, que «sabía cómo hacerlo». Dos o tres veces al mes, me dijo, cambiaba casillas de ‘M’ (Hombre, male) a ‘F’ (Mujer, female). Eso fue todo. Sus colegas pensaron que hacía magia, pero en realidad, la magia la hacía un departamento de marketing sabe dios dónde. De la noche a la mañana, dejé de recibir correo con imágenes de coches y vacaciones de golf. En su lugar me mandaban fotografías de flores y fines de semana en spas (balnearios de toda la vida).
Por desgracia, cuando llegó el turno los centros de llamadas, se me había pasado la novedad. Para las mujeres trans como yo, el teléfono es el instrumento del diablo. A pesar de mis protestas de que yo era una mujer, a cinco mil millas de distancia el personal del centro de llamadas oía a un hombre. Después de intentar y no conseguir hacerme entender, la operación de cambio de nombre se paró en seco. Pero, ¿qué importa qué nombre tenga una empresa distante en una base de datos, y aún menos qué indicadores de género? Los que más importan son los que están más cerca de casa.
Eso me lleva al mejor consejo que me han dado: los lugares más difíciles para la transición están en tu propia cabeza y dentro de tu familia.
A la gente en el autobús no le importaba si soy trans, y eso si es que se dan cuenta. Tienen sus propias vidas de las que preocuparse. El trabajo era una preocupación mayor; soy profesor y mi escuela se lo pensó bien. Pero al final, lo que prevaleció fue mi capacidad para enseñar física, inspirar a los niños y desatascar la fotocopiadora.
La familia era lo importaba, y lo a menudo dolía. No mucho después de mi transición, vi a mi hijo de 12 años caminando hacia mí entre dos amigos. Cuando estaba a 20 metros, me vio. Había pánico en sus ojos. A 10 metros hicimos contacto visual. Sus amigos no se dieron cuenta. Cinco metros y la tensión era palpable. Pasamos sin saludarnos y ninguno de los dos se dio la vuelta.
«Gracias por no decir nada, papá», me dijo mientras se iba a la cama esa noche. Los padres pueden ser bochornosos en el mejor de los casos, pero, para un niño con sus amigos, un progenitor trans puede ser un trago horrible. Nadie lo había preparado para lidiar con eso. Las cosas mejoraron. Tres años más tarde se quejó por no haber tenido la decencia de hacer la transición durante los exámenes del instituto para haber solicitado consideración especial a la hora de la evaluación.
Para quien más difícil fue mi transición, fue para Stephanie. Mientras yo disfrutaba de mis nuevas libertades, su vida se volvió más difícil. Mientras yo me iba estrellando por la vida, ella tenía que recoger los pedazos. Fue ella la que aconsejó a nuestros hijos, cuidó la casa y se ocupó de las preguntas. Los que andaban pisando huevos a mi alrededor no se cortaban en preguntarle a ella. Lo superamos, pero la vida había cambiado para siempre.
Cuando uno de nuestros hijos ganó un premio, nos invitaron a una recepción buffet. Cuando tocó conversar con otra gente, me presenté a otros padres como siempre lo hago: ‘John es mi hijo’. La verdad, pero tal vez no toda la verdad. En otra parte de la habitación, Stephanie se describió a sí misma como la madre de John. Cuando finalmente se hizo la conexión, dije tímidamente: ‘y yo soy su padre’. Las personas trans han emergido por fin de las sombras. Pero, aún así, nadie espera encontrarnos en reuniones sociales tratando de sostener un plato con una mano, una copa de champán con la otra y el premio de nuestro hijo con un tercera inexistente. Algún día, tal vez esto cambie. Pero en este momento, esta es mi realidad.
Algo que ha llevado a las personas trans una vez más a la vanguardia del ciclo de noticias es el furor que rodea un ensayo escrito por la escritora JK Rowling. Incluso más recientemente hubo una disputa muy pública entre la baronesa Nicholson y el activista transgénero, Munroe Bergdorf. Sin embargo, es fácil pasar por alto qué, o más bien, quién, se está discutiendo: la comunidad trans en general. Personas que probablemente estemos más preocupadas por mantener un techo sobre nuestras cabezas y llegar a casa del trabajo a tiempo para preparar la merienda. Si bien me arremango y quiero ser parte de estas conversaciones críticas, la vida real continúa; vida que implica trabajar, descansar, jugar y sacar los contenedores el martes por la noche. O, más a menudo de lo que me gustaría admitir, saltar de la cama a las seis de la mañana siguiente cuando el camión de basura baja por la calle.
Si hubiera sabido en 2012 lo que sé ahora, ¿hubiera hecho la transición? Honestamente, no estoy seguro. Hace ocho años, pensé que era una especie de mujer, y que necesitaba hacer la transición para encontrar mi verdadero yo como si ya no fuera mi verdadero yo. Después de vivir esta vida, sé que nunca he sido una mujer. La feminidad no es un sentimiento en mi cabeza ni en la de nadie más. Ciertamente me sentí impulsado a la transición, pero no porque estuviera atrapado en otro cuerpo. Ahora me doy cuenta de que solo estoy yo aquí, y que siempre he estado aquí.
En retrospectiva, me pregunto si podía haber habido algún remedio menos drástico, pero la compulsión en ese momento fue apabullante. Estoy en el mismo cuerpo, pero me gusta más como está ahora. Y aunque no me gustara, lo que se fue no se puede volver a poner.
Junto con mi familia, el lugar más difícil para mi transición fue mi propia cabeza. La conversación trans está salpicada de conversaciones de aceptación y validación. Pero no de la gente en el autobús. Lo más importante viene de dentro. Todos transicionamos a medida que avanzamos por la vida. Para algunos de nosotros, cambiar nuestro género es solo un paso en el camino. No es un fin, sino un medio para encontrarnos a nosotros mismos. Al hacerlo, me acepté a mí mismo. Solo desearía que no hubiera tenido un precio tan alto para aquellos que más me importan.