Mi historia es tristemente similar a tantas otras.
Hace dos años y medio, justo después de que se acabara el primer confinamiento en Nueva Zelanda, mi muy querido hijo adolescente me dijo que era transgénero. Me cogió completamente por sorpresa.
Mi hijo, a quien había criado sola desde que tenía cuatro años cuando murió su padre, no había mostrado nunca ningún interés en nada femenino. Está en el espectro (lo que antes se llamaba Asperger), y siempre ha sido un poco torpe, socialmente inepto y solitario, pero también extremadamente inteligente. Y, por supuesto, se pasaba el día en el ordenador, más aún durante el confinamiento obligatorio. Fue uno de esos niños que fueron adoctrinados para pensar que un cambio de género era la panacea para todas las dificultades y la angustia de la pubertad. Como muchos otros, probablemente encontraba información y apoyo en sitios como Discord y TikTok. Me dijo que había conocido a algunas personas trans en línea en un sitio de juegos y «de repente las cosas tenían sentido».
Cuando me lo dijo, no sabía qué hacer. Nunca había pensado mucho en las personas transgénero. Había leído libros de gente como Jan Morris y otros y me solidarizaba con sus dificultades, pero no conocía a nadie trans en persona y no tenía idea de que la tendencia se estaba extendiendo en nuestras escuelas de una manera tan rápida.
Por lo que a mí respecta, la gente debería poder vivir su vida de la forma que la haga feliz, siempre y cuando no haga daño a nadie, y creo que hay algunos que realmente sienten que son del sexo opuesto. Sin embargo, siempre había imaginado que eran adultos los que se decidía a ir por ese camino. Pero aquí estaba mi hijo adolescente diciéndome que quería ser una niña. Al comenzar a devorar todo lo que pude sobre el tema, me empezó a preocupar mucho lo extendido e insidioso que se había vuelto el problema de género y cómo gente aparentemente inteligente y profesional lo alentaba entre nuestros hijos.
Fuimos al médico de mi hijo para hablar sobre la situación y que nos aconsejara. No le importaron nada mis preocupaciones. No podía hablar de mi hijo, dijo. Todo lo que hablaran era confidencial; tenía más de 16 años. Básicamente podía hacer lo que le diera la gana, fue el mensaje que recibí. Nos fuimos con una derivación a una clínica de género.
Cuando finalmente nos dieron una cita en la clínica (tardó varios meses) mi hijo fue inmediatamente afirmado, y llamado por sus pronombres preferidos y su nuevo nombre. Me dijeron que, cuando se le preguntó, había dicho que tenía tendencias suicidas y que había pensado en hacerse daño. Yo no me lo creí; Estaba convencida de que lo habían preparado. Y, por supuesto, la historia de siempre ‘¿prefería tener una hija viva o un hijo muerto?’, aunque por aquel entonces yo no sabía que esa es la historia que le cuenta siempre a los padres que cuestionan el proceso. Le hablé al médico de la clínica de mis preocupaciones, el suicidio del padre de mi hijo cuando tenía cuatro años, la depresión en su familia, su TEA. No sirvió de nada. No recibió terapia, solo afirmación.
Traté de ser positiva y comprensiva. Lo llevé a las citas, incluso a la clínica de fertilidad para guardar su semen. Todo el proceso fue horroroso. ¿Cómo iban a ser los bloqueadores de la pubertad «totalmente reversibles» si esto era necesario? No quiso discutir la situación conmigo y cuando, preocupada por los posibles efectos adversos en su salud, le señalé que podía ser que fuera gay, que lo que fuera a hacer en el futuro, hormonas, cirugía, solo era cosmética y dañino y que nunca podría cambiar realmente de sexo, me dijo que yo era una tránsfoba y que no se podía creer eso de mí. Dijo que la única diferencia entre hombres y mujeres eran las hormonas. Como a mi hijo le gustaba mucho la ciencia, me resultaba imposible entender cómo podía creer esto.
Ya casi había acabado el instituto y tenía ganas de ir a la universidad, había sacado muy buenas notas y había ganado varias becas. Cuando lo ayudé a trasladar sus pertenencias a la universidad a fines de febrero, era una madre orgullosa, con la esperanza de que dejara todo esto atrás. No quería que se fuera, pero pensaba que sería bueno para él estar con gente de su edad en lugar de vivir en casa. No me di cuenta de que, cuando me despedí de él, no lo volvería a ver más.
No he sabido de él ni lo he visto desde entonces. No responde a mensajes de texto, llamadas telefónicas o cartas. Estoy desolada. Me quedo despierta por la noche y pienso en el niño especial que crie y mi corazón se rompe. No solo me ha borrado a mí de su vida, sino también a otros cercanos a él; su Big Buddy que ha sido su mentor desde que tenía siete años, su profesor de música, su hermano mayor y su hermana que viven en el extranjero. Supongo que está siendo influenciado por otros. Sé que los activistas les dicen a los niños que si sus padres no están 100% de acuerdo con su transición, deberían eliminarlos de sus vidas.
Él y yo hemos pasado por tantas cosas juntos en los últimos catorce años, que nunca me imaginé que algo así podría sucedernos. Lo único positivo de todo estos es que he hecho muchos amigos: entre padres como yo, gente que se solidariza y miembros de organizaciones como Genspect, he tenido mucho apoyo e información del extranjero.
Podemos ser un país pequeño al final del mundo, pero estamos tan metidos en esta ideología como América del Norte y Europa. La discusión y el debate son cosa del pasado. Demasiadas personas buenas tienen miedo de expresar sus sentimientos. Solo espero que algún día esta loca moda se termine; que un día la gente abra los ojos y que vean esta situación por lo que es: «El Traje Nuevo del Emperador» de este siglo. Y sobre todas las cosas, espero que mi hijo vuelva a mí.