Me explota la cabeza cada vez que intento conciliar racionalmente que mujeres que claman ser hombres deseen un embarazo, por mucha reflexión e incluso imaginación que invierta no consigo ni cogerlo con pinzas. Hace unos días he vuelto a encontrarme en Twitter noticias de una mujer autoidentificada hombre reclamando la visibilidad del “hombre embarazado”. No existe una realidad material de hombres embarazados, existe una ficción en la que podemos participar o no (yo voto que no). Lo que sí existe es una realidad material en la que mujeres que se autoidentifican como hombres están dando a luz y que están exigiendo desde varios ámbitos, incluso el legal, que seamos parte de su ficción. La primera vez que di con esta situación fue unos dos años atrás, leía la información sobre el panel de ponentes para una actividad organizada por el Museo Situado del Reina Sofía en el que se conversaría sobre la experiencia trans en primera persona. Una de las ponentes era Rubén Castro, que hace dos días publicaba un video en El HuffPost confirmando todo lo que describo aquí y que descubrí en el 2021 precisamente por el interés que me suscitó su bio publicada para este evento.
Decía Rubén, entonces embarazada: “El camino entre el deseo de gestar, el cual le ha acompañado toda la vida, y la intersección de su identidad no ha sido fácil de transitar.” (1). En primer lugar, quiero recalcar esto: deseo de gestación, no de ser madre. Existe una gran diferencia. Una mujer puede desear tener prole en la misma medida que un hombre, pero eso no está ligado “naturalmente” al deseo de estar embarazada o de parir. Sí es cierto que, en su gran mayoría, las y los aspirantes a la crianza en las culturas occidentales y cualquier cultura que haya sido colonizada por ésta, sienten un deseo muy fuerte de que la prole sea descendencia genética y la manera más sencilla, barata y en muchos casos única de alcanzar este propósito es el embarazo. Pero esto no es sinónimo de que las mujeres que desean ser madres estén como locas por pasar por un proceso fisiológico que transforma el cuerpo de una manera brutal y entraña bastantes riesgos (en muchos casos resultado de una estructura social y económica que repele la gestación y la maternidad y de la violencia obstétrica) y que condiciona su vida y actividades en gran medida. En su tesis Aboriginal Woman Sacred and Profane (La Mujer Aborigen: Sagrada y Profana), Phyllis Kaberry, la primera etnógrafa que estudió a mujeres aborígenes en Australia, describe como las mujeres de las culturas aborígenes de los Kimberley veían el embarazo como una molestia inevitable en el proceso de tener hijos, además de no ser algo deseado per se (ni el embarazo ni la crianza). La procreación es parte de la vida, y la vida tiene sus inconvenientes y, mientras la llegada deseada de un miembro a la familia era bien recibida, los inconvenientes y disrupciones de la vida diaria que traían eran bien entendidos por las mujeres aborígenes que ejercían su agencia en consecuencia, por ejemplo, con la interrupción del embarazo (2). Las culturas aborígenes son las más antiguas en todo el mundo y, durante más de 50.000 años y hasta hace poco más de dos siglos de supervivencia, a pesar de ser culturas con roles de género muy marcados, mantenían un sistema político y económico igualitario y equitativo entre los sexos. Creo que esto merece mucha atención y que presenta un ejemplo que clarifica lo expuesto: que el deseo de embarazo no es lo mismo que el deseo de tener prole y que, en una mujer, éste está altamente condicionado por un mandato de género. No es algo intrínseco y “natural”.
En nuestra sociedad y cultura, el deseo del embarazo va unido inequívocamente a la representación infantilizada y buenista de la embarazada como ser de luz que gesta una vida inocente y suspira cada dos segundos de una felicidad tan profunda que hace que la mujer se olvide de que es persona y ya, ni se le escapan los pedos ni se despierta con sus propios ronquidos dándose un susto de muerte (esto pasa, y a mí nadie me lo explicó). Mientras que el sexo que es indispensable para producir un embarazo, el deseo del embarazo es en gran medida una construcción social, de género, en particular una característica adjudicada al género femenino cuyo resultado es mujeres idiotizadas y sin agencia sobre sus propios cuerpos, ni siquiera sobre sus emociones, puesto que no existe el espacio social para sentir algo que no sea júbilo por la nueva vida desarrollándose en el vientre. Con esto no implico que el deseo de estar embarazada no sea razonable o que no exista un componente biológico que influencia ese deseo, sino que un deseo de siempre – de toda la vida – de ser madre no puede atender a una razón que no sea de género socialmente impuesto. Tampoco quiero decir que el embarazo no traiga felicidad y emociones muy positivas a las embarazadas mucho más allá de los mandatos de género, incluso sentimientos profundos de filiación antes de que se desarrolle el feto, por supuesto que sí: el desarrollo de otro ser en el vientre es una de las experiencias más emotivas, para bien o para mal, por las que puede pasar una mujer. Es un torbellino de emociones, ya sean de origen puramente hormonal o circunstancial, que pueden ser muy positivas e incluso de éxtasis, pero esta positividad y este éxtasis están menos ligados al proceso de gestación en sí y más a las circunstancias personales de la mujer y su personalidad, así como a la gestión que se haga de la combinación de éstas con los mandatos de género. Sobra decir que la imposición de un mandato de género tampoco hace que las mujeres se vuelvan idiotas, memas o acepten alegremente perder su agencia cuando se quedan embarazadas.
Y vuelvo donde empecé: que no puedo conciliar la idea de una mujer que se dice hombre deseando estar embarazada. Por lo expuesto, porque ese deseo es de género y es impuesto, y porque el más devastador resultado de ello para las mujeres (y nunca para los hombres) es la pérdida de agencia sobre sí mismas, sobre sus cuerpos e incluso sobre sus pensamientos y emociones. Si te dices hombre, si renuncias a las imposiciones del género femenino, ¿cómo te quedas precisamente el mandato que facilita más tu opresión? Rubén dice que también le suponía un problema y que su deseo de gestar y verse como hombre al mismo tiempo era difícil de transitar. Asumo que su razonamiento alrededor de este problema será distinto del mío, porque para mí es simplemente imposible de transitar a no ser que una se ajuste a una creencia dogmática de que los hombres pueden gestar y de la que yo no participo. Pero hay una cuestión importante aquí y es que, sin duda alguna, a las mujeres que se autoidentifican hombres y deciden quedarse embarazadas, se les presenta un proceso difícil de navegar en muchos ámbitos (personal, familiar y social), porque por mucho que se digan hombres, la peor parte de un embarazo y parto les va a caer como mujeres. En este mundo patriarcal, una mujer embarazada es en efecto percibida como una vasija y, como tal, deja de ser persona. Su cuerpo ya no es suyo. En algunos lugares es tan ajeno a ella misma que puede ser encarcelada si tiene la poca fortuna de sufrir un aborto natural. En los lugares más seguros aún se le cuestiona el derecho a su propio cuerpo y vida según condiciones impuestas a favor de morales ajenas. Me parece inverosímil que el privilegio masculino se extienda de repente a mujeres por decirse hombres cuando es obvio que son mujeres (atenta a ese “bombo”). Lo que sí se extiende, como la peste y desde dentro, es la percepción machista y patriarcal de la mujer como vasija que (y aquí de verdad que no doy crédito, se me salen los ojos de las órbitas y hago aspavientos) parece ser que las personas transmasculinas se aplican a ellas mismas.
Esto es lo que he aprendido: un “hombre embarazado” es en efecto una vasija. Con la particularidad de que, mientras que en el caso de las mujeres la vasija carece de importancia y su contenido es lo que tienen valor por encima de su persona (de ahí la pérdida de agencia sobre sus cuerpos), en el caso de las “vasijas masculinas”, es la vasija y sus adornos lo que es importante, el contenido se pasa por alto. Esto no es un juicio personal, ni siquiera se me ha ocurrido a mí, ni se lo he oído o leído a terfas rabiosas transodiantes. Esto es, según recientes investigaciones en varios países, lo que la comunidad de mujeres que se autoidentifican hombres expresa. En palabras de Thomas Beatie, la primera en dar a luz y describir su experiencia a los medios: “¿Cómo me siento siendo un hombre embarazado? La verdad es que no me siento como una madre, me siento como una vasija, como si estuviese alquilando mi vientre temporalmente para traer esta vida al mundo.” (3). No es la única.
Según un estudio publicado en el International Journal of Transgenderism que recopila el testimonio de 25 mujeres autoidentificadas hombres que han parido en Australia, el embarazo es un “sacrificio funcional”. El auto-vientre de alquiler le voy a llamar yo: mujeres que reniegan de su sexo que, para poder gestar, se disocian de sus cuerpos. Como si fuesen otra persona: es la parte femenina, es la hembra a la que pueden explotar para un fin. Literalmente utilizan su biología femenina, la cual consideran repugnante (no lo digo yo, remítanse al estudio mencionado), para satisfacer un deseo que ellas mismas consideran “masculino”. Es el hombre que quieren ser con sus mandatos patriarcales anulando a la mujer que son, porque nadie no es su cuerpo, se sienta como se sienta dentro de él. Es el desprecio a la fisiología y anatomía de la que se aprovechan para saciar una querencia que dicen tener como hombres. Cosificación y explotación reproductiva en su expresión máxima. Y yo me lo imagino también un proceso cruel y doloroso, porque si ya es difícil escapar de las opresiones exteriores, cuán difícil y complejo será escapar de ti misma y la misoginia interiorizada cuando el hombre que te juzga y te oprime eres tú misma y tu proyección.
No es nada sorprendente que señalen que antes, durante e inmediatamente después del embarazo, las mujeres autoidentificadas hombres sufran episodios muy difíciles de disforia de género: porque el sexo existe, y sólo las mujeres pueden gestar y dar a luz, los hombres no (parece mentira que sigamos explicando esto o siquiera que haya que explicarlo). Se convierten en una contradicción en sí mismas. Ya no se trata de vestirse y comportarse siguiendo mandatos o expresiones de género masculino o eligiendo qué mandatos o expresiones de qué género van a representar y con los que se van a identificar. Se trata de ser el cuerpo que son, el que repudian y del que reniegan, ya sea parcial o totalmente. Aquí no hay “performance” posible.
Dice Judith Butler en su libro Cuerpos que Importan, que el cuerpo embarazado es un poderoso símbolo y actor teatral de las convenciones de género y que renunciar a las expresiones homogéneas del cuerpo embarazado como hembra es de lo más transgresor. Butler también dice que el cuerpo no existe antes de su marcación simbólica. Es decir, las expresiones homogéneas del cuerpo embarazado, como por ejemplo aumento de volumen del vientre y los pechos, ensanchamiento de las caderas, cambios en volumen sanguíneo y capacidad respiratoria, cambios en el tono esofágico y gástrico, en las membranas y mucosas, el hígado… Todo eso solo existe porque un científico vino y le puso nombre a esos cambios físicos y fisiológicos. De esta manera, estipuló cómo los cuerpos embarazados se comportan y expresan. Se extendió la noticia como la peste por el mundo mundial y, como consecuencia, todas las embarazadas desde el siglo XVIII más o menos, que fue cuando empezó todo esto de la biología, hasta ahora, se han empeñado en seguir esos cánones de género de ponerse gordas, que les crezcan las tetas y tener náuseas, resultando en la expresión homogénea del cuerpo embarazado que es categorizado como hembra. Antes de la biología que creó un lenguaje (símbolo) para “significar” los cuerpos, dice Butler que no podemos saber si los cuerpos tal cual los definimos ahora existían. Quizá el cuerpo embarazado en la raza humana era una opción hasta el siglo XVII y, según les iba el día, las personas que no eran ni hombres ni mujeres, se reproducían por esporas o esquejes.
Una mujer que se autoidentifica hombre que está gestando puede no comprar la ropa en Prenatal, pasar de La biblia de la embarazada, hacerse pasar por un hombre con barriga cervecera y sentirse ella muy macho. Pero no puede hacer lo que el referente número uno del mundo cuir, Judith Butler, dice que puede hacer: convertir el embarazo en una performance, una actuación, una ficción. Su sexo y el uso de sus capacidades reproductivas no se lo permite, porque son una realidad material. Por eso, en primer lugar, han de recurrir a lo que describen como un sacrificio funcional y yo describo como auto-vientre de alquiler: la disociación de su cuerpo de mujer, y la explotación reproductiva del mismo desde su identificación de hombre. Y, en segundo lugar, ya que la realidad material es ineludible, convencer a los demás de que su ficción de hombres gestantes es real y exigir cariño obstétrico, que es la segunda barrera del “hombre gestante”.
El cariño obstétrico es digno de mención, y todo comienza con el interés público de atender la diversidad en los sistemas de salud. La revista de biomedicina BMC Pregnancy and Childbirth (Embarazo y Parto) publicaba un artículo (4) en el que se describían las experiencias de mujeres autoidentificadas hombres en los servicios de maternidad y se ofrecían recomendaciones para mejorar dichos servicios. Una de las principales experiencias negativas a las que hacían referencia las “embarazadas macho” en los servicios médicos y que les hacía sentirse marginadas, es que los espacios dedicados a la ginecología y a la obstetricia son denominados en muchas ocasiones como “clínica de mujeres” y que, en la promoción de servicios y en las consultas, los materiales de marketing solo representaban a mujeres embarazadas. Según otro artículo publicado en YJBM (Yale Journal of Biology and Medicine), esto es el resultado de decisiones administrativas que implican afirmar que los “embarazos de hombres son una anomalía”. Una anomalía se puede entender de distintas maneras, pero digamos que en este caso coincide con una discordancia y/o una irregularidad. Para ilustrar el concepto de “anomalía”, que se intuye como injusto, me remito otra vez el estudio hecho en Australia con veinticinco mujeres autoidentificadas hombres y su contexto. En Australia existen leyes de autodeterminación de género desde el 2013. Esto no quiere decir que las personas que se autoidentifican trans se sientan completamente libres de hacer pública su autoidentificación, pero existe una base legal que en teoría se lo pone más fácil. En el censo del 2016, setenta se declararon mujeres autoidentificadas hombres. Vamos a poner que en realidad sean setecientas o, mejor, siete mil: esto es el 0.03% de la población de Australia. Aunque las siete mil hubiesen gestado bebés, creo que poco se les puede acusar de discriminación a la administración de centros de salud de la mujer que publica información dirigida al 100% de sus pacientes pero sólo acierta con más del 99.9%, porque siempre habrá excepciones y anomalías o irregularidades con las que tendrán que tratar individualmente (la mayoría, sin relación con la identidad de género).
Según los estudios citados anteriormente, otros tratamientos que hacen que las mujeres embarazadas autoidentificadas como hombres se sientan aisladas y que afectan negativamente su bienestar ocurren cuando el personal sanitario se equivoca y les hablan en femenino en lugar de en masculino, o cuando les llaman por su nombre legal (el femenino) en lugar del que usan (masculino), o cuando no se les pregunta cuál es su género/sexo y asumen que son mujeres por estar embarazadas (¿por qué será?), o asumir que sus genitales son de una forma determinada. Sólo hace falta echar un vistazo a los múltiples casos de violencia obstétrica que sufren las mujeres en todo el mundo y que afectan seriamente a su salud para comparar con esta demanda de cariño obstétrico. Con esto no quiero decir que estas mujeres tengan que hacer callo y tragarse todo aquello que de verdad les hace sentirse discriminadas y aisladas durante el embarazado. Sino que aún vivimos en una época en que la violencia obstétrica está al orden del día y pone en peligro la vida de muchísimas mujeres y sus bebés y, por mucho que su ego masculino del hombre que sienten ser necesite atención, esa disociación que dicen hacer de sus cuerpos para poder transitar la disforia durante el embarazo, no va a salvarles de la realidad de su cuerpo de mujer violentado por un sistema patriarcal imperante. De hecho, el artículo publicado en YJBM concluye que “En general, los miedos habituales y miedos de no recibir el cuidado adecuado se aplican igualmente a las mujeres cisgénero (mujeres), aunque parecen ser más intensificados entre hombres transexuales” (5). No explican en qué manera y por qué están más intensificados, porque no tienen ni idea y lo de intensificado lo han metido ahí para enfatizar una posibilidad, que no un hecho, porque para saber si eso es cierto tendrían que hacer un estudio comparativo con mujeres embarazadas, que no han hecho.
He escrito al principio de este artículo que existe una realidad material en la que mujeres que se autoidentifican como hombres están dando a luz y que están exigiendo desde varios ámbitos, incluso el legal, que seamos parte de su ficción. Creo que eso es preocupante y problemático para todas las mujeres, incluidas las que dicen que no lo son. El que sea algo no solo preocupante sino más bien peligroso para todas las mujeres, ya se están encargando muchas feministas de explicarlo. En cuanto a cómo perjudica a las mujeres embarazadas que se autoidentifican hombres, es la suma de lo anterior (no dejan de ser mujeres para el sistema patriarcal que las oprime) más la pérdida de objetivo: exigir cariño obstétrico cuando aún no hemos erradicado la violencia obstétrica parece un retroceso, como mínimo es un estancamiento que no lleva a solución alguna. Las palabras amables que sostienen egos, nunca serán sustitutos de cuidados prenatales y postnatales humanizados y con perspectiva feminista, ya se quiera una autoidentificar Ramón o Ramona.
(1) https://www.museoreinasofia.es/actividades/voces-situadas-18
(2) En la tesis de Kamberry se señala que las mujeres que no deseaban continuar con el embarazo lo interrumpían. Interesante es notar que esto era decisión única e incuestionable de la mujer y, ningún hombre tenía voz ni voto en esta decisión que se tomaba unilateralmente.
(3) Extraído del documental The Pregnant Man. LGBTQ Documentary. Only Human. Original: “How do I feel like a pregnant man? I don´t really feel like a mother. I feel like a vessel, kind of renting my body temporally to bring this life into the world.”
(4) “From erasure to opportunity: a qualitative study of the experiences of transgender men around pregnancy and recommendations for providers”
(5) “Overall, the general fears and fear of insufficient care r also applicable for cisgender women, but appear to be heightened among pregnant trans men.”
Un comentario
Sucesos abyectos que nos asoman al infierno de las mujeres.