«¿Por qué te empeñas en hacer de tu vida un desastre?», fueron las últimas palabras que me dijo mi padre antes de distanciarnos para siempre hace 19 años, y ahora serán las últimas que me diga nunca.
Mi vida ni es ni era un desastre, según cualquier parámetro o evaluación objetivos, pero esa no era la cuestión. La cuestión era, como siempre había sido, menoscabarme, doblegarme, ponerme a la defensiva y como si tuviera que justificarme. A los 36 años, decidí que no quería seguir haciéndolo.
Durante 19 años, he tenido un Padre de Schrödinger; existía en el mundo, pero no era mi padre. El duelo sin derechos es un tema complicado: es desoladoramente solitario estar de luto por un padre que nunca existió y que, sin embargo, sigue vivo. Es socialmente inexplicable, y duramente juzgado, que un hijo -incluso un hijo adulto, especialmente un hijo adulto- haya elegido dejar de ver a un padre porque es la mejor de unas opciones increíblemente malas. Para muchos, la idea de que un padre pueda de verdad no querer a un hijo, y de que no esté dispuesto a dejarse persuadir para revelar ese amor porque no existe, es demasiado aterradora como para enfrentarse a ella, e imaginarla es algo a lo que se resisten con fuerza. Los padres tienen que querer a sus hijos por fuerza, ¿no? porque ¿qué sería de nosotros si no nos quisieran? La pregunta toca nuestros miedos infantiles más profundos, dependientes y existenciales. Y la realidad es que algunos padres no quieren a sus hijos. Y yo soy lo que nos pasa. Sobrevivimos.
El duelo sin derechos es el dolor por algo que nunca fue, el espacio negativo donde el amor podría y debería haber estado. Es un duelo privado, solitario, desapercibido y no reconocido; no hay rituales sociales para ello, ni ropa especial, ni códigos sobreentendidos, ni actos públicos donde expresar sentimientos compartidos. No hay abrazos consoladores, ni sonrisas irónicas, ni miradas compartidas. Lo que hay es un trasfondo tácito constante de «¿pero no puedes esforzarte un poco más?», «¿estás segura de que es tan grave?», «seguro que no lo dice en serio» (a lo que las respuestas son no, sí y sí lo dice).
Lo decía en serio. Me aterrorizaba de niña, de adolescente, de joven, con su voz especial sólo para mí, su dedo en mi cara. Le divertía hacerme llorar. Era un deporte. Humillarme y angustiarme era un entretenimiento para él, era divertido. Le producía una enorme satisfacción hundirme con su voz especial, fría y enfadada. Lo hacía muy, muy feliz ganar y, sobre todo, verme perder. Le gustaba sermonearme largo y tendido sobre lo equivocado de mis valores, mis decisiones y mi perspectiva del mundo. Pero aún le gustaba más hacerlo en público. Creo que disfrutaba con la realidad de que nadie iba a intervenir, porque nadie lo hace cuando un hombre maltratador está lanzado. No tengo ningún recuerdo de él insinuando que estaba contento conmigo, contento de verme, mucho menos orgulloso de mí. Ni siquiera tengo recuerdos de caerle bien. Leía, me escapaba de cada habitación en la que estaba con él a través de la lectura. Mi cuerpo estaba allí (y oh Dios, mi cuerpo estaba eternamente mal; cómo me sentaba, cómo estaba de pie, cómo me tumbaba en el suelo, cómo sujetaba un tenedor, cómo sujetaba un libro, cómo me ponía los putos calcetines en los putos pies…) y yo estaba muy muy lejos. Los lectores son escapistas y yo era muy buena en eso.
El duelo sin derechos también es tan desoladoramente solitario porque, después de todo, es profundamente humillante decirle a la gente que tu padre no te quiere, más aún cuando te han dicho constantemente que es culpa tuya y que eres un fracaso como ser humano. Siempre existe la aterradora posibilidad de que la gente esté de acuerdo con él en que, efectivamente, eres muy difícil de caer bien y aún más difícil de amar, así que es mejor que no te lo confirmen. Tardé mucho tiempo en cortar el contacto y cuando lo hice fue una experiencia liberadora y totalmente positiva. Creo que no lo hice antes porque siempre tenía la esperanza, como tienen los niños (y como adulta, seguía siendo su hija. Siempre somos los hijos de nuestros padres), de que en algún momento lo haríamos bien y nuestros padres nos mostrarían algo de amor. Es tan profundamente abusivo hacer que tus hijos sientan que tu amor por ellos es condicional, que hay una prueba que tienen que pasar, y negarles cualquier tipo de aprobación o incluso reconocimiento. Es profundamente abusivo sembrar en el corazón de un niño la idea de que no es digno de amor. Darme cuenta de que nunca iba a recibir amor de él y de que no tenía por qué seguir intentándolo fue un momento que me cambió la vida.
Soy muy consciente de que no se ha estado callado estos 19 años. Hay quien se ha encargado de hacerme saber lo que ha dicho de mí y nada ha sido bueno. Me ha puesto verde por todos lados, ante gente que me conoce. Su rabia por haberme puesto fuera de su alcance fue implacable, la rabia de verse privado de su derecho.
Y aquí está la segunda herida. La gente que lo oyó, la gente que lo vio, la gente que ha dejado de tener contacto conmigo. «Sois tan parecidos» he oído tantas veces, lo que nunca ha tenido sentido para mí. ¿Cuál es la similitud entre una niña desesperada de 7 años, o de 10, o de 12, que intenta defenderse ferozmente, y un hombre adulto de 1,88 m decidido a aplastarla? ¿Qué veían? Nunca he apuntado con el dedo a la cara de un niño, ni le he dicho que ojalá fuera otra persona, ni lo he aplastado con mi rabia. Para muchas de esas personas no soy, en realidad, un ser humano completo, sólo una silueta en la que proyectarse. Una característica recurrente de mi vida adulta ha sido que, cuando me he encontrado con algunos de esos testigos en persona, se han mostrado visiblemente sorprendidos y desconcertados por lo normal que soy, y no el monstruo de mi reputación. Su presentación como la víctima agraviada de mi espantoso yo ha sido poderosa, y la manipulación implacable.
Pasé años y años intentando defenderme de él. Tardé años en darme cuenta de que nunca podría, porque las profundidades a las que estaba dispuesto a llegar eran insondables. Es más, cuando lo intentaba, me veía atrapada en una dinámica corrosiva y desmoralizadora que nunca iba a tener fin. Me fui para salvarme.
Hay legados. Sus legados para mí son poderosos. En mis tres décadas de trabajo sobre la violencia de los hombres hacia las mujeres, he oído muchas veces lo valiente que soy, lo poco que me intimidan los hombres violentos. Y es cierto. Ninguno de ellos tiene la capacidad de asustarme como me asustaba mi padre. Nunca volveré a tener ese miedo y eso me ha servido de mucho, me ha hecho extremadamente buena en mi trabajo. He puesto mi cuerpo entre mujeres y hombres violentos muchas veces, y eso ha salvado vidas. También soy una persona muy muy segura para los niños; saben que los veo, saben que los voy a defender. Hay muchos niños en mi vida a los que quiero profundamente, y ellos lo saben.
Habrá personas, esta semana, que lo lloren sinceramente. Habrá personas cuya experiencia de él fue muy diferente a la mía. Habrá personas que tengan ideas muy claras sobre lo que yo debería y no debería hacer, y sobre lo que debería y no debería sentir. Esas opiniones serán ampliamente compartidas y es probable que lleguen a mi puerta en los próximos días.
No asistiré al funeral, y seré juzgada duramente por ello. Sin embargo, he pasado años sola en un duelo sin derechos y mi duelo ha terminado. Exhalaré un suspiro y veré qué se siente al dejar de ser su horrible hija.