El realismo no es lo mismo que la autocompasión

Las mujeres pueden protegerse físicamente de los hombres hasta cierto punto

El filósofo renegado Peter Boghossian sabe cómo debemos responder las mujeres a los aspirantes a violadores: ¡disparándolos! Y las que vivimos en países donde la posesión de armas está mal vista, siempre podemos agarrar lo que les cuelga y hacerle unas buenas llaves de kung-fu. Este fue el resultado de una reveladora entrevista entre el famoso epistemólogo callejero y la abogada feminista radical Kara Dansky.

Dansky, responsable de la Women’s Declaration International USA, intentó explicarle durante 72 minutos por qué pagar por utilizar un vientre de alquiler no era comparable a contratar mano de obra, que la pornografía es perjudicial y que las feministas radicales siempre han tenido claro que las mujeres son hembras humanas adultas. Para ser justos, Boghossian escuchó con la buena disposición que cabría esperar de un pensador que se precia de tener una mente abierta. Hasta el final.

Dansky estaba explicando la amenaza constante con la que viven las mujeres, y su experiencia personal de verse confrontada con un hombre que se dice trans en el lavabo de mujeres de un restaurante.

Boghossian no pudo resistirse. ¿Por qué, quiso saber, si Dansky pensaba que la violencia machista era tan endémica, no se había entrenado para enfrentarse a un posible agresor? ¿Por qué se limitó a salir y avisar al director? ¿Por qué las mujeres no se defienden?

«Me pareces una mujer que no aguanta tonterías. Eres tenaz. Sin pelos en la lengua», le dijo. Pensó que la había pillado y no la iba a soltar. «¿Cuántas clases de defensa personal has tomado?», le preguntó a la abogada de mediana edad y 1,55 metros (5’1») de estatura. «¿Tienes spray de pimienta?».

Algo desconcertada, Dansky respondió que no recordaba cuántas clases había tomado, que todavía no había comprado spray de pimienta, pero que siempre era consciente del riesgo de violencia machista.

Tras un intercambio de opiniones sobre la posesión de armas y la defensa personal, Dansky dijo a Boghossian: «Es la vida de una mujer bajita. No sé qué decirte». Luego zanjó la conversación diciendo que no había tomado medidas por «pereza».

Después de haberme pasado la mayor parte de una década despotricando contra los quejicas que defienden la «experiencia vivida», me sentí un poco sucia por mi respuesta instintiva a la conversación. Me dejó pensando que Boghossian había hecho gala de una visión del mundo típicamente engreída y pollacéntrica, y que ahora tenía que sacar la cabeza de su culo de macho americano y -aunque no sé si debería decirlo- revisar sus privilegios.

En lugar de eso, Boghossian se mostró más determinado que antes, declarando en X: «Mi forma favorita de falsear la experiencia colectiva vivida por las feministas radicales es ver a mujeres bien entrenadas en un campo de tiro».

Esto demuestra una asombrosa falta de curiosidad por las diferentes formas en que las mujeres y los hombres se mueven por el mundo. Ni que decir tiene que la mayoría de las mujeres no son atacadas por desconocidos. Cuando las mujeres son violadas, golpeadas o asesinadas, suele ser a manos de su pareja masculina. Y aunque estadísticamente la amenaza puede ser menor fuera del hogar, el miedo totalmente lógico a la violencia masculina sigue determinando el comportamiento de mujeres y niñas.

Crecer como mujer es aprender a calmar cuidadosamente situaciones tensas con hombres peligrosos para evitar violencia sexual o física. Las respuestas instintivas a la amenaza no se limitan a la lucha o la huida: los expertos en traumas reconocen ahora que las personas también se paralizan y optan por la adulación. En general, se considera que las reacciones normales son la paralización física (congelación) o el intento de contentar a un posible agresor (adulación).

La pregunta «¿por qué no se defendió?» es responsable del fracaso de muchos procesos por violación. El hecho es que, cuando sabes que tu agresor puede matarte o herirte con sus propias manos, y cuando sabes que con toda probabilidad puede correr más rápido que tú, luchar o huir no son opciones sensatas.

No intento criticar a Boghossian ni acusarlo de perpetuar deliberadamente los mitos sobre la violación. Es uno de los muchos intelectuales públicos que han llegado tarde al debate trans y que aparentemente entienden lo que las mujeres pueden arriesgar en el ámbito deportivo sin comprender lo que está en juego en nuestras vidas cotidianas. Pero, en última instancia, decir a las mujeres que se entrenen en defensa personal es tan estúpido como sugerir a las nadadoras que compiten contra Lia Thomas que se entrenen más. Si parezco enfadada, es porque lo estoy.

No me gusta tener que justificar mis argumentos con experiencias personales. Pero a veces, ese adagio feminista cursi de que «lo personal es político» es acertado. Estoy en forma, tengo una fuerza inusual y no me asustan los rasguños. Pero con 1,40 m (4’7»), y sin la ventaja de la masa muscular, la estructura ósea o la capacidad pulmonar masculinas, me muevo por el mundo sabiendo que la civilización es frágil.

Solía ser bastante agresiva a la hora de mantenerme firme cuando caminaba por las aceras, ya que a menudo me quitaban de en medio, más por accidente que por una falta de respeto deliberada. Pero después de una breve experiencia, me he vuelto más prudente. Era una tarde entre semana y caminaba por una calle del centro de Londres. Un hombre corpulento y colorado se cruzó en mi camino y casi me tira al suelo. Cuando le grité que mirara por donde andaba, se inclinó hacia mí y me gritó obscenidades en la cara con tanta saña que pensé que me iba a pegar. Bajé la mirada y me escabullí. Tal vez por sensatez, ningún transeúnte se detuvo a intervenir.

En el mundo de fantasía de Peter Boghossian, lo habría rociado de gas lacrimógeno o le habría dado un puñetazo en los huevos. Lo admito, eso es lo que me hubiera gustado hacer. Pero por mi -y me estremezco al decirlo- «experiencia vivida» sé que me habría roto la mandíbula antes de que se me hubiera ocurrido meter la mano en el bolso o cerrar el puño. Y gracias a ese encuentro, ahora, cuando me empujan de la acera o tropiezan contra mí, lo más probable es que me aparte y me calle la boca.

Sé que, como mujer, la única oportunidad que voy a tener de asestar un duro golpe a un hombre es en un artículo como éste. Como Dansky, no soy una cobarde. Pero tampoco soy una ilusa. En última instancia, no hay forma de distinguir a los hombres que suponen una amenaza de los que no. Reconocer que las mujeres no siempre pueden defenderse no es regodearse en un falso victimismo. No es la complacencia de la política de identidad. Es simplemente la realidad.

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