Germaine Greer: Sobre por qué el cambio de sexo es una mentira.

El día que se salió «La Mujer Eunuco» en Estados Unidos, una persona vestida con cortinajes ondeantes vino corriendo hacia mí y me agarró la mano. “Gracias”, respiró roncamente. “Muchas gracias por todo lo que has hecho por nosotras, las chicas”. Sonreí y asentí con la cabeza y me eché hacia atrás, tratando de sacar la mano de la enorme, nudosa, peluda zarpa llena de anillos que la agarraba. La cara que miraba fijamente la mía estaba cubierta con una gruesa capa de maquillaje a través de la cual crecía la barba, en una competición inútil con una peluca sintética de inmensa exuberancia y dos pares de pestañas postizas. Contra las costillas huesudas que se podían contar a través de su ligero vestido pañuelo, colgaba un emblema de liberación de la mujer de acero pulido.

Debería haber dicho: «Eres un hombre. «La Mujer Eunuco» no ha hecho nada en absoluto por ti. Vete a la mierda». El travesti me agarró en una llave de violador, mientras se colocaba hábilmente a mi lado, para poder así lanzarles una sonrisa de chica de calendario a los fotógrafos que, por razones relacionadas con la revista Life y la ITV, seguían mis pasos. Intentó subirse a la limusina, pero alguien se deshizo de él, probablemente cerrándole la puerta en los dedos. Cuando el coche se puso en marcha, me encontré en el regazo el grueso paquete de escritos fotocopiados que tales depredadores invariablemente llevan consigo.

A partir de entonces, cada vez que asomaba la nariz fuera del Hotel Chelsea, él aparecía como de la nada. Aunque ciertamente se consideraba psicológicamente mujer, y tenía cientos de páginas de garabatos exultantes para probarlo, se comportaba exactamente igual que un hombre depredador. Se mostraba ciego y sordo a la evidente aversión, completamente inconsciente de la existencia de una personalidad separada, con sus propias preocupaciones. Incluso encubrió sus intenciones completamente invasivas y explotadoras con el común ardid de dar regalos costosos, no deseados e inoportunos.

Las buenas formas instintivas me exigían que siguiera la corriente a esta burda parodia de mi sexo aceptándolo como mujer, incluso hasta el punto de permitirle venir al baño conmigo. Había jugadas burocráticas en marcha para darles a él y a los de su clase el derecho a la identidad femenina, incluso un pasaporte femenino. No nos sorprendería encontrar burócratas que aceptaran la idea de que una mujer no es más que un hombre castrado, en total contradicción con la biología que nos dice que la condición masculina es la mutación de un gen femenino que provocó la aparición de un cromosoma masculino. Sin embargo, es extraño que un grupo elocuente y combativo de feministas no arrojara inmediatamente por la borda tal idea antes de que se implementara silenciosa y furtivamente. Si deseas tanto ser una mujer que estás dispuesto a mutilarte, y si el médico que te mutiló te escribe una carta diciendo que el cambio es permanente, entonces el compasivo estado declarará que eres lo que no eres, una mujer. La población en general, a pesar de la evidencia de sus ojos y oídos, aceptará el engaño. Podrían, con la misma justificación, cambiar las fechas de nacimiento en los pasaportes de las mujeres que están en terapia de reemplazo de estrógeno o que se han sometido a estiramientos faciales, pero es poco probable que esto suceda. La edad se considera real, la condición de mujer no.

Las personas que creen que las feministas queman sujetadores también creen que alguien, generalmente yo, ha argumentado que no hay diferencia entre los sexos. El argumento, por lo menos el mío, es que la diferencia genuina ha sido oscurecida por una serie de diferencias falsas. La condición de mujer ha sido distorsionada hasta convertirla en feminidad; la mujer se ha convertido en una permanente infantilidad femenina. Uno de los principales mecanismos por los cuales esto se consigue es la supresión de la sexualidad femenina y su sustitución por una noción de la libido femenina como un reflejo del deseo masculino, como mera receptividad. Se niegan las demás relaciones eróticas de las mujeres, en particular con sus bebés, o se suponen que imitan el paradigma masculino y, por lo tanto, son invasivas y obsesionadas con los genitales.

Ciertamente, hay por ahí hombres que con convicción y pasión quieren ser eso que ellos creen que es una mujer. Y ya puestos, que lo sean. La mayoría envidia los derechos de las mujeres al exhibicionismo sexual; la mayoría tiene una visión de la feminidad aún más estereotipada de lo que comúnmente es aceptable y que se remonta a los años cincuenta, cuando los pechos sobresalían como cañones de pistola, las cinturas se ceñían hasta la nada, las enaguas formaban una espuma seductora y el maquillaje chorreaba. Tales hombres puede que se llamen a sí mismos chicas, pero es un asunto muy diferente cuando las propias mujeres se ven obligadas por la costumbre a aceptarlo, como consentí yo hace 20 años en Nueva York a llamar a mi perseguidor «hermana».

Al soportar las atenciones de esa caricatura de mí misma, demuestro el mismo buen carácter estúpido que permite que las suegras sigan siendo el elemento básico del humor inglés, que le da a Benny Hill sus índices de audiencia, que llena los clubes de trabajadores cuando traen a un imitador de mujeres. Ya no se ven Nigger Minstrels (actores blancos que se pinta la cara de negro, que cantan y cuentan chistes) y ciertamente no verás a hombres negros de verdad que vayan a verlos, pero sí verás a mujeres riéndose servicialmente al ver a hombres semidesnudos con tetas de pelotas de tenis atadas al pecho, moviendo sus traseros a imitación de las (imaginaria) incesantes insinuaciones de las mujeres. Hay más de un tipo de violación, más de un tipo de ataque asesino a la autoestima de las mujeres. El travestismo masculino no es en modo alguno evidencia de una psique femenina, sino más bien el último ataque a la otredad de la mujer, al reducirla a nada más que un trapo, un hueso y una mata de pelo.

Tengo en mi escritorio tres cartas de un «transicionador de género», que cree que puede entrar y salir de uno de los sexos a voluntad, y que proporciona la habitual cantidad de imágenes sugestivas de sí mismo como mujer para probarlo. Describe en su carta lo que quiere que yo haga en detalle, a saber, aceptar su visión del universo, admitirlo en una intimidad instantánea y permitirle que describa mis sentimientos. Me merezco la segunda y la tercera carta por aceptar la primera y decirle que no estaba interesada. Debería haber dicho: «La transición de género es una mentira. Eres un hombre. Vete a la mierda.» Como no lo hice, me expuse de nuevo al mismo viejo rollo agresivo, insensible, arrogante y totalmente masculino.

 

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