Siempre he encontrado la escritura terapéutica. Sé que estoy sanando cuando puedo concentrarme lo suficiente como para escribir sobre algo. Si amontono suficientes palabras en los lugares correctos, puedo ocultar las partes dolorosas lo suficiente como para engañar a mi cerebro para que no se fije en ellas. Sé que estoy donde necesito estar cuando puedo encontrar humor en una situación y convertirlo en un antídoto. Pero algunas cosas no tienen gracia aunque intentes verles el lado bueno.
Esta es una historia sobre un hombre vestido con medias de rejilla, mini falda de PVC y zapatos de tacón de aguja, que obliga a su exhausta esposa/rehén a participar en juegos sexuales violentos, inspirados en el porno, todas las noches después de que ella llevara a sus tres hijos pequeños a la cama. Sé que esto es bastante duro, tuve que decirlo todo de golpe. He tratado de esconderlo entre otras historias pero estoy harta de encubrirlo.
Cuando conocí a mi marido, me enamoré locamente de su acento encantador, sus intensos ojos azules y su pelo largo y salvaje. No me gustaba particularmente el estilo heavy metal, pero él era diferente. ¡Ese acento! ¡Esos ojos! Tenía 24 años. Tenía una libido confusa pero robusta. Mi libido me hizo hacer cosas realmente tontas. En fin, me olvidé del pelo hasta que pasó contoneándose por delante de mí en minifalda y coletas poco después de que nos mudáramos juntos. Me quedé estupefacta, pero también estaba enamorada. Hablamos esa noche. Le conté del abuso sexual que experimenté cuando era una niña, mi bisexualidad, mi cautela general con los hombres y me habló de su travestismo, arraigado en su propia infancia problemática.
Dijo que cuando tenía unos seis años huyó de casa. Al final, acabó en casa de su tía. Quedó cautivado por la visión de su ropa interior colgada en el tendal. Estaba un poco enamorado de esta tía, era joven y muy guapa. Decidió ponerse su ropa para ver cómo se sentía, sus bragas y falda sobre sus pantalones cortos, su sujetador y su camiseta de volantes sobre su jersey. Nunca llegó a la carretera donde tenía la intención de hacer autostop. Se quedó dormido junto a un pajar donde sus abuelos frenéticos lo encontraron unas horas más tarde, todavía vestido con la ropa de su tía. Dijo que nunca había sido más feliz que cuando estaba vestido con esa ropa. Me dijo que por eso a menudo usaba ropa de mujer, para relajarse y sentirse mejor cuando tenía problemas con la depresión.
Más tarde usó lo que le conté esa noche para coaccionarme y abusar de mí. Decía que no debería tener ninguna objeción a tener sexo con él vestido de mujer por ser bisexual. Esto no cuadraba en absoluto con lo que me atraía, pero cuando traté de objetar dijo que estaba siendo un hipócrita y un esnob. Me acusó de tratar de avergonzarlo cuando el olor de sus juguetes de silicona mezclado con humos de nitrato de alquil y fluidos corporales me daban arcadas y me dijo que necesitaba bajarme de la nube, que haber nacido en un cuerpo femenino no significaba que fuera mejor mujer que él. ¿No éramos las dos mujeres dañadas? Si realmente lo amaba, ¿por qué le hacía daño? Me obligué a anular mis sentimientos para priorizar los suyos. Lo amaba, y era muy agradable y tan cariñoso después de hacer lo que quería. Confundí su grooming con amor.»
Nos casamos después de quedar embarazada de mi primer hijo. Dejó de molestarme sexualmente porque ya no me encontraba atractiva. No le gustaba la grasa, dijo. Cuando me negaba a sus avances, me decía que no tenía derecho a ser tan escogida con la pinta que yo tenía. En ese momento, me resigné a que todas las cosas sexuales fueran confusas y horribles, la esperanza de curar el abuso infantil y volverme un ser sano y feliz se había ido, junto con la mayor parte de mi autoestima. Mi rutina de nuevo se convirtió en fingir que esto le estaba pasando a otra persona,
intentar sacar el mayor provecho de lo que tenía y continuar. Vivimos en paz de esta manera, y tuve dos hijos más durante los siguientes seis años. No ayudaba para nada con los niños, pero no interfería con la crianza un poco fuera de lo común. Tomé su desdén pasivo como una forma de apoyo y pensé que era suficiente equilibrio. Mirando hacia atrás estaba muy sola y cansada. A menudo he anhelado sacudir retroactivamente algo de sentido en el triste estupor de esa joven madre.
Después del tercer hijo, se hundió en una profunda depresión y estuvo meses en cama. Empezó a vestirse de mujer casi todas las noches. O, debo decir, lo que él consideraba una mujer. No era mi idea de feminidad. De hecho, su versión me ofendía. Era degradante y violenta. Pensaba que ser una mujer significaba querer ser violada y torturada. Le dije que usar correas me lastimaba la cicatriz de la cesárea, que estar atada me asustaba y me dolía y que prefería sexo cariñoso. Me dijo que quejarse era muy manipulador y egoísta y que estaba tratando de reprimir su condición de mujer. Dijo que no podía soportar que (Él) fuera una mujer porque estaba celosa, que no era su culpa no estar gordo como yo, que apenas era una mujer, sino un globo. Después de eso traté de evitar todo y centrarme en los niños.
Cuando llevábamos diez años casados, trasladamos a nuestra familia a Irlanda, de vuelta a su pueblo de la infancia, algo que siempre había soñado. Dijo que sería genial para los niños y ayudaría a sacarlo de su depresión. Lo había echado tanto de menos, dijo. Tendríamos la aventura que siempre quise y finalmente sería una familia feliz. Me gustó la idea de dejar atrás los malos recuerdos y empezar de cero. Desoí las señales de alarma y me metí de lleno en ello.
Poco después de llegar, mi marido comenzó a usar su disfraz de mujer todas las noches. Me dijo que yo era la única persona en la que confiaba para verlo como realmente era. Me dijo que lo llamara por su nombre de mujer. Empezó a hablar conmigo con voz femenina todo el día. Temía que los niños lo oyeran y se sintieran confusos, especialmente porque a menudo usaba un tono suplicante, pero parecía no darse cuenta de que estaban allí. Se pasaba el día en el ordenador, buscando inspiración para lo q me haría hacer esa noche y yo pasaba todo el día temiéndolo. Dejó de comprar combustible para la calefacción y tuve que vestir a los niños con tres capas de ropa y ponerlos a todos a dormir en una cama, para que pudieran mantenerse calientes. Les leía durante horas todas las noches, y parecían felices y que no se daban cuenta de nada. Ese tiempo con mis niños fue estupendo, incluso con la certeza de que él estaría ahí fuera esperando no importa cuánto tiempo me quedara con los niños después de que se estos se hubieran dormidos, no importa cuánto tiempo aguantara las ganas de mear antes de rendirme y salir a usar el baño, él iba a estar ahí fuera listo para asaltarme.
No conocía a nadie, no tenía dinero propio, no sabía conducir y no podía caminar sin peligro con los niños. Era el único adulto que veía a menos que el matón corpulento de su hermano pasara por casa o uno de sus amigos de la infancia viniera a charlar. La tremenda misoginia de su hermano me asustaba muchísimo. Le gustaba recordarme amenazadoramente que ahora estaba en «su territorio». Un día, cuando estaban tomando el té y el azucarero estaba vacío, el hermano le gruñó a mi marido «¡tu mujer necesita unos palos!», mi esposo me miró a los ojos, asintió lentamente con la cabeza y se puso a reir con su hermano. Me fui al baño y vomité. Estaba completamente atrapada y era vergonzosamente responsable de meterme en una situación tan horrible. La enormidad del problema me paralizó.
Empezó a llamarme amante todo el tiempo, en lugar de usar mi nombre. Le gustaba interpretar a una mujer encadenada y subordinada rogando que no lo golpearan y violaran y me obligaba a actuar como la siniestra dominatrix, y luego insistir en que cambiamos de rol para la «emoción final». Estaba perdiendo mi voluntad y me estaba metiendo completamente en mí misma. Estaba desapareciendo. Estaba exhausta, dolorida y con pensamientos suicidas. Empecé a beber mucho por las noches para insensibilizarme.
Recuerdo una noche temblando y llorando, con mocos y babas deslizándoseme por la cara, diciéndole que estaba apagando la pequeña llama que aún quedaba en mí, que parara, por favor, que me estaba matando y los niños me necesitaban. Él respondió en lo que él pensaba que era una voz femenina sumisa, intentando esconder su barítono con una voz de gatito, «Sí, señora. ¿Es una orden?» y luego procedió a ignorarme a mí y a las necesidades de nuestros hijos durante días hasta que me desesperé tanto que me puse de nuevo a hablar con él con la voz severa de capataz (taskmaster) que insistió en que usara. Me odié tanto a mí misma por volver a caer en eso una y otra vez.
En mi cuarenta cumpleaños, mi cuñada insistió en llevarme a un pub de la zona. Trató de detenerla, pero ella involucró a sus amigos, y hubiera quedado en evidencia si no les permitía hacerme una pequeña fiesta. Pagué por ello durante semanas después, pero fue allí donde conocí a mi primera amiga en mi país de adopción. Ella vio a una mujer de aspecto demacrado, sentada con un grupo pero aún así sola, vino y se sentó a mi lado y me dijo: «Veo una verdadera tristeza en ti, ¿estás bien?» Dije que estaba bien, sólo cansada. Me dio su número y me dijo que la llamara alguna vez para tomar un té. Al principio tenía miedo de llamar, pero luego lo hice y ella vino a verme a la casa, para furia de mi marido. Después de unas cuantas visitas, me dijo que la forma en que mi esposo me trataba era inaceptable, y los niños y yo no teníamos por qué vivir así. Dijo que podía marcharme y que me ayudaría. Ella no sabía nada de la tortura sexual, sólo vio los signos de abuso doméstico. Esa mujer me salvó la vida.
Cuando le dije a mi marido que me iba, me dijo que se iba a suicidar. Dijo que lo estaba castigando por la depresión causada por el dolor de no poder vivir como mujer. Dijo que me consideraba mejor que él, que era una esnob cruel, que estaba siendo aleccionada por «zorras feministas lesbianas», destruyendo la familia y lastimando a nuestros hijos. Años después de salir de allí, siguió tratando de controlarme a través de amenazas de suicidio. Dijo que no podía vivir como su verdadero yo excepto conmigo. Cuando eso no funcionó, reclutó a su hermano que me amenazó e intimidó con mucho gusto todos los días durante dos años. Había escapado del abuso sexual, pero todavía estaba desesperada y en pedazos, con tres niños de 4, 8 y 11 años.
Hice lo mejor que pude para construir una nueva vida feliz para mí y los niños. Luché contra el alcoholismo y pensé que mis hijos estaban creciendo bien en general. Mis dos hijos menores parecían niños felices, mi mayor se rebeló un poco, pero se distraía rápidamente. No sé lo que entendió de las inclinaciones sexuales de mi marido o de sus abusos. Todavía no lo sé. Lo que sí sé, sin embargo, es que tiene sus propias luchas con su identidad de género, lo que ha dificultado nuestra relación.
Han pasado unos 9 años desde que pude escaparme de mi ahora ex marido con la ayuda de unos buenos amigos y un servicio de violencia doméstica. Ahora puedo respirar profundamente la mayor parte del tiempo. Ahora me tomo unas copas con mis amigos de vez en cuando, pero nada más. Tengo una buena vida con mis dos hijos menores. Tengo un compañero respetuoso y amable. Incluso puedo disfrutar del sexo. Estoy pensando en escribir un libro de memorias divertido sobre cómo adaptarse a la vida en un país nuevo. La parte de abuso sexual no va a formar parte de la historia.
Mi ex ahora vive en Filipinas, donde «rescató» a una mujer pobre a la que le dobla la edad, para convertirla en su sirvienta y esclava sexual. Él y su hermano me obligaron a firmar un contrato y se quedaron con todo. No da ayuda alguna a sus hijos, ni financiera ni de otro tipo. No sé si vive como mujer, como hombre o como su verdadero yo: un hombre abusivo con autoginefilia, profundamente misógino y homofóbico. Lo que soporté a manos de mi marido casi me mata. Sé que hay muchas mujeres que sufren el mismo tipo de abuso, tal vez no al mismo nivel que el mío, pero a un nivel que las está dañando y, a menudo, a sus hijos. Sus historias necesitan ser escuchadas.
Una sociedad supuestamente bien intencionada insiste en que ahora los hombres son mujeres, simplemente porque dicen que lo son. Hombres como mi marido. A estos hombres se les llama impresionantes y valientes. Las mujeres heridas por estos mismos hombres tan alabados, son avergonzadas, silenciadas y abusadas aún más. Mis hijos y yo no somos carne de cañón para los caprichos fetichistas de los hombres o para que los que los ayudan se sientan virtuosos. Seguiré contando mi historia en toda su fea verdad. Espero que otras cuenten la suya.