Hace casi una década advertí de que nuestro continente iba derecho a la destrucción. Nuestros dirigentes siguen adelante a pesar de todo

Una Navidad más y la política europea vuelve a verse sacudida por una de las tradiciones más recientes del continente: el atentado terrorista contra un mercado navideño.
El atentado del pasado viernes en un mercado navideño de Magdeburgo fue perpetrado por un solicitante de asilo de origen saudí. En 2016 fue un migrante tunecino quien perpetró un atentado igual de horrible en Berlín. Es una de las razones por las que, desde hace 10 años, estos eventos familiares, antaño inocentes, están rodeados de policía y, muy a menudo, de lo que los lugareños llaman cínicamente «bolardos de la diversidad». En un giro macabro, en agosto de este año, un islamista sirio asesinó a tres personas y apuñaló a ocho más en un Festival de la Diversidad en Solingen.
La mayor parte de la clase política y de los medios de comunicación occidentales siguen negándose a establecer relación alguna entre la inmigración masiva descontrolada de los últimos años, tanto legal como ilegal, y el recrudecimiento de los delitos, incluido el terrorismo. Señalan con razón que no todos los que llegan a nuestras costas son terroristas. Pero eso es un hombre de paja. Ninguna voz razonable va a hacer semejante afirmación.
Hace casi diez años empecé a escribir un libro titulado La extraña muerte de Europa. Era una respuesta a la ola migratoria sin precedentes de 2015, alentada por la entonces canciller alemana Angela Merkel. Avisé de que si importas a todo el mundo también importas los problemas del mundo.
Señalé que, lejos de lo que nuestros políticos insinuaban, no éramos en realidad «naciones de inmigrantes». En realidad éramos sociedades que habían sido sorprendentemente homogéneas desde un punto de vista cultural y étnico durante siglos, y que lo que ahora se llamaba «normal» era cualquier cosa menos eso. Y también intenté avisar de que nuestras sociedades corrían el riesgo de fracturarse hasta quedar irreconocibles si no controlábamos la inmigración y adoptábamos una postura más dura a la hora de deportar a personas que no tenían derecho a estar aquí.
El libro fue número uno en ventas durante muchas semanas y en muchos países. Políticos de todo el mundo lo leyeron y alabaron. Pero no sirvió de consuelo porque casi nadie actuó en consecuencia. Es cierto que el gobierno danés comprendió que tenía que restringir el flujo de inmigrantes a su país, al darse cuenta de que, aunque puedes tener las fronteras abiertas o un Estado benefactor, no se pueden tener ambas cosas durante mucho tiempo. En los últimos tiempos, incluso Suecia ha empezado a reducir sus excesos migratorios más salvajes. Pero muchos países después de 2015 pisaron el acelerador de la inmigración.
Ninguno lo hizo más que este. Cuando la Oficina de Estadísticas Nacionales publicó sus cifras anuales de migración el mes pasado, confirmaron que, cada año, desde 2021, 1,1 millones de extranjeros se sumaron a la población de este país. Y mientras sólo el 10% de ellos eran ciudadanos de la UE, el mayor número de llegadas el año pasado procedía de India, Nigeria, Pakistán, China y Zimbabue.
Quien piense que la mayoría de esta gente van a contribuir más en impuestos de lo que cobran en servicios públicos (como el NHS (servicio nacional de salud británico)) es un necio. La mayoría será una sangría económica para el sistema, agravará la escasez de oferta de viviendas -incluida la escasez de vivienda pública- y no hará más que perjudicar económicamente a este país.
Pero estos son simplemente los insostenibles aspectos económicos de nuestra situación. Igual de grave es la destrucción de la idea de nación o de coherencia nacional.
Nadie iba a tener ningún problema en identificar esto si el movimiento fuera al revés. Si 100.000 británicos blancos se trasladaran a Pakistán cada año, sumándose a una ya extensa comunidad de británicos blancos en Pakistán, esta gente sería acusada de «colonización» y mucho más.
Pero cuando gente de países como Pakistán se traslada en grandes cantidades al Reino Unido, se nos dice que es «diversidad». Nadie puede explicar por qué necesitamos tanta diversidad, o si muchas ciudades y distritos británicos pueden seguir llamándose seriamente «diversos» (en lugar de simplemente homogéneos, pero representando un tipo diferente de homogeneidad).
Como todo el mundo sabe a estas alturas -y muchos expresaron en las últimas elecciones-, todo esto constituye una de las mayores traiciones de la historia de nuestra nación.
Fue el gobierno de Tony Blair el que, desde 1997, estableció como política aumentar la inmigración en este país. Pero fueron las consecuencias de esto lo que hizo que los ciudadanos británicos votaran a una serie de gobiernos conservadores que prometieron reducir los niveles de inmigración neta en el Reino Unido, de los cientos de miles hasta los niveles anteriores a Blair, de no más de decenas de miles al año. En 2016, una de las principales razones por las que los británicos votaron a favor de abandonar la Unión Europea fue, una vez más, para reducir esos niveles de migración neta. Se nos prometió que «recuperaríamos el control» de nuestras fronteras.
En lugar de eso, con Theresa May, Boris Johnson y Rishi Sunak (no podemos contar a Liz Truss, porque no tuvo tiempo suficiente para hacer nada) los primeros ministros consecutivos traicionaron ese voto. No sólo no tomaron el control de nuestras fronteras, sino que dejaron que la inmigración se disparara. Y no únicamente permitiendo la entrada de un número récord de personas en el país -incluso con falsos «visados de estudiante» que seguían siendo un resquicio legal-, sino en todos los sentidos.
Tras prometerles un sistema de inmigración «por puntos», en el que sólo se permitiría establecerse en el Reino Unido a quienes pudieran aportar un beneficio neto al país, en realidad fomentaron la entrada de trabajadores mal pagados, estudiantes y personas dependientes.
Si nos fijamos en la inmigración comunitaria frente a la extracomunitaria, las cifras se han invertido casi por completo desde el Brexit. Hoy en día, el número de llegadas de la UE se ha reducido a las llegadas de fuera de la UE anteriores a 2016, mientras que el número de llegadas de fuera de la UE está ahora en torno al mismo porcentaje (80%) de todas las llegadas de la UE antes del Brexit.
Los atentados terroristas, las bandas criminales, los delitos con arma blanca y muchos más son la mera punta del iceberg. E incluso eso es algo que gran parte de los medios de comunicación y la clase política no mencionan. El mayor problema es que si mantienes la inmigración a esos niveles, no consigues ni siquiera impedir la llegada de barcos ilegales y dejas de considerar la remigración de personas que no deberían estar aquí, no es sólo que traiciones a tus votantes. Es que, en realidad, ya no tienes país.
Como muchos otros, antes y después que yo, lo avisé. Pero no hay ninguna alegría navideña en el hecho de que todos los que lo hicimos fuimos ignorados por las personas que más necesitaban escuchar.
4 respuestas
La diputada Sahra Wagenknecht tiene una visión parecida de este problema y lo explica ampliamente en su libro «Los engreidos» que recomiendo leer a toda persona que se considere de izquierda sólida, es decir, ni woke ni líquida ni nada que se le parezca. Aunque quizá la izquierda líquida es quien más necesita leerlo. Feminista de las de toda la vida también se plantea acabar con el delirio trans. Una joya que está pasando desapercibida en España pero no así en Alemania donde está absorbiendo los votos de los partidos líquidos conocidos como La Izquierda y Los Verdes y voto abstencionista. Saludos.
Pues te hice caso y lo acabo de pedir. Es curioso que esté traducido al español, pero no al inglés, por cierto.
Gracias por la recomendación, saludos de vuelta.
La izquierda líquida (Die Linke, Die Grüne) la acusa de xenófoba y racista. Pero ella afirma que pretende regular la inmigración como lo hizo Willy Brandt en los 70 y a quien nadie se le ocurrió llamar racista o xenófobo. ¿Por qué a ella sí? La respuesta creo que está en la deriva posmoderna de la izquierda.
Lo que antes era sentido común ahora está penalizado. Nos va a llevar décadas arreglar el desaguisado, si es que no es ya demasiado tarde.