Con la mayor parte de la información del mundo a solo un clic, uno tenía asumido que la nuestra sería la generación más ilustrada de la historia humana. Es posible que hayamos perdido las habilidades de aprendizaje de memoria y la profundidad de la sabiduría de nuestros abuelos, pero sabemos dónde encontrar los hechos y podemos hacerlo en un instante.
Por todo eso, muchos de nosotros hemos desarrollado el hábito de leer múltiples versiones de cualquier noticia, porque muy a menudo los informes se filtran a través de una lente ideológica. Hubo, por ejemplo, la cobertura de Omar Jiménez de las protestas en Kenosha para CNN, descrita como “mayormente pacífica” en el chyron que se encuentra debajo del informe, a pesar de los claramente visibles coches y edificios en llamas. Del mismo modo, la BBC fue objeto de duras burlas por su descripción de las protestas “en gran medida pacíficas” en Londres, en las que resultaron heridos 27 policías.
Instintivamente, parece que estos periodistas deben estar vendiendo estas falsedades a sabiendas, tal vez por un sentido equivocado de responsabilidad paternalista para evitar más discordia. Pero aún más preocupante es la posibilidad de que se hayan tragado sus propias ficciones. Si uno acepta la creencia posmodernista de que nuestras experiencias se construyen únicamente a través del lenguaje con el que se expresan, entonces describir un evento como “en gran medida pacífico” lo convierte en tal.
Tales meteduras de pata son solo los ejemplos más flagrantes del tipo de mentiras piadosas y tergiversaciones que encontramos casi a diario en la prensa nacional. De vez en cuando hay una reacción violenta, como cuando la BBC modificó la cita de una víctima de violación para no malgenerizar a su agresor. Pero, en general, esta rutinaria tergiversación de la verdad pasa desapercibida. Nos hemos acostumbrado a que los periodistas nos digan qué pensar sobre una historia, en lugar de simplemente transmitir los hechos clave y dejar que juzguemos por nosotros mismos.
Incluso las revistas académicas de renombre están dispuestas a tirar por la borda las verdades inconvenientes si se adaptan mejor a la realidad deseada. Cuando el New England Journal of Medicine alegó que “las designaciones de sexo en las partidas de nacimiento no ofrecen ninguna utilidad clínica”, pocos de nosotros nos sorprendimos. El Journal of the Royal Society of Chemistry incluso ha producido nuevas pautas para «minimizar el riesgo de publicar contenido inapropiado u ofensivo». Si la verdad duele, debe evitarse.
Cuando los periodistas, académicos y políticos presentan una visión del mundo en oposición directa a la realidad observable, corren el riesgo de crear lo que Jürgen Habermas describió una vez como una «crisis de legitimación», por la cual la confianza en las figuras de autoridad se reduce irreparablemente. Esto parece particularmente relevante dados los informes de esta semana de que el jefe de la Organización Mundial de la Salud cree en privado que el covid-19 se filtró de un laboratorio en Wuhan. No fue hace tanto tiempo que el consenso científico descartó esto como poco más que una teoría de la conspiración racista.
A lo largo de la pandemia, vimos a expertos silenciados o marginados si ofrecían puntos de vista que se desviaban de la narrativa aceptada. Se eliminaron los videos de YouTube que postulaban la teoría de la fuga de laboratorio. Una entrevista de UnHerd al profesor Karol Sikora fue eliminada cuando sugirió que era probable que el virus se «agotara» y que se habían subestimado los niveles de inmunidad pública. ¿Este exasesor de la OMS no tenía derecho a opinar?
Mientras tanto, los expertos que venden narrativas «aceptadas» siguen siendo libres de permitirse flagrantes falsedades en las que se espera que confiemos. En junio de 2020, más de 1200 médicos firmaron una carta en la que alegaban que las restricciones existentes para frenar la propagación del coronavirus no deberían aplicarse a las manifestaciones de Black Lives Matter. La epidemióloga Jennifer Nuzzo escribió: “Siempre debemos evaluar los riesgos y beneficios de los esfuerzos para controlar el virus. En este momento, los riesgos para la salud pública de no protestar para exigir el fin del racismo sistémico superan con creces los daños del virus”. ¿Debemos creer que el virus se tomaría unas vacaciones si la causa de los manifestantes fuera justa?
Que figuras de autoridad sean cogidas con tanta frecuencia en mentiras ha provocado una erosión de la confianza en nuestras instituciones. Aprobé la biología raspada en el instituto, pero cuando prestigiosas revistas científicas publican autores que sostienen que «el sexo es un espectro», da la falsa impresión de que mi comprensión del tema es superior a la de ellos. Los expertos parecen haber olvidado que la legitimidad de sus afirmaciones se basa en la evidencia y la investigación, no en un certificado de doctorado.
Quizás por eso ahora estemos tan familiarizados con el espectáculo de los académicos que se humillan en redes sociales. Como me dijo una vez Helen Pluckrose: “Es una problema cuando no puedes saber si la persona que te está gritando es un crío de 12 años cuyos padres deberían cerrarle la cuenta de Twitter o un profesor de sociología”. Aunque nos podamos reír del comportamiento truculento de las figuras de autoridad que se degradan a sí mismas (después de todo, esto es la base de la farsa tradicional), hay un aspecto siniestro en todo esto. Cuando los expertos están tan evidentemente capturados por una ideología, renuncian a su capacidad de pensar críticamente. Y eso no es una buena noticia para ninguno de nosotros.
En algunos casos, esta desviación de la verdad es deliberada y táctica. Considera, por ejemplo, el fenómeno que Peter Boghossian describe como «blanqueado de ideas». El proceso comienza con un impulso moral entre ciertos académicos llevados por una ideología. Se fundan revistas, se publican artículos, se imparten clases y, en poco tiempo, lo que alguna vez fue una vaga intuición, se ve respaldada por un cuerpo de literatura académica. Boghossian ofrece el ejemplo de los “Estudios sobre la gordura”, un área de estudio que busca dar crédito a la opinión de que: “el concepto clínico de obesidad (un término médico) es simplemente una historia que nos contamos sobre la grasa (un término descriptivo); no es verdadero o falso; en este caso particular, es una historia que existe dentro de una dinámica de poder social que atribuye injustamente autoridad al conocimiento médico”.
Lo que comienza como una teoría fantasiosa emerge como «conocimiento» a través de este proceso de blanqueamiento. Explica por qué una noción tan nebulosa como «la blancura» ahora se acepta de manera tan general y acrítica. Las ideas que tienen poca base en la realidad emergen de las universidades como de facto, y aquellos lo suficientemente valientes como para desafiarlas son sometidos rápida y despiadadamente. Y aunque la mayoría de nosotros estemos encantados de conformarnos para tener una vida sin problemas, nuestra confianza en esas instituciones supuestamente dedicadas a la producción de conocimiento se deteriora rápidamente.
El escepticismo acerca de la experiencia es importante: ningún ser humano es infalible o está libre de prejuicios, por muchos títulos que tenga. Sin embargo, al mismo tiempo, confiamos en figuras de autoridad con conocimientos especializados para el asunto práctico de la vida. Cuando los periodistas comienzan a mezclar la verdad y la ficción, o cuando los académicos sustituyen el conocimiento empírico por deseos, nos quedamos desanclados de la realidad. Por el bien de nuestra cordura colectiva, necesitamos reafirmar la primacía de la verdad.