Por qué el feminismo es importante para el feminismo.

Reseña del último libro de Kathleen Stock.

«Cuando una mujer dice la verdad, está creando la posibilidad de más verdad a su alrededor». Adrienne Rich, Mujeres y Honor: Notas sobre la mentira

En su nuevo libro, Material Girls: Why Reality Matters for Feminism, la profesora de filosofía Kathleen Stock sigue cuidadosamente la línea sobre lo que es aceptable dentro del discurso dominante sobre «sexo e identidad de género». Muy elogiado por su claridad, el libro ofrece una explicación y propone soluciones al conflicto entre, como lo pone Stock, la «ideología de identidad de género» y las mujeres. Si el objetivo del libro es llegar al público en general, parece estar teniendo éxito. Mientras que otros libros críticos con el transgenerismo han sido prohibidos por empresas como Amazon y Target, Materials Girls ha recibido una atención positiva en una variedad de plataformas y ha sido descrito con entusiasmo como «humano», «generoso» y «empático».

Sin embargo, queda rápidamente muy claro a quién va dirigida la generosidad y empatía de Stock. Al tratar de llegar a una audiencia mayoritaria, Stock también está ansiosa por aplacar a los transgeneristas e interactúa respetuosamente con sus demandas mientras se describe a sí misma como «una feminista que se preocupa por las mujeres». Dado que no es posible servir a los intereses tanto de los transgénero como de las mujeres, el enfoque conciliador de Stock acaba siendo una falla a lo largo del libro y su feminismo resulta tan ficticio como la «identidad de género» que examina.

La contribución filosófica central de Stock a lo que se conoce eufemísticamente como el «debate de sexo y género» es la idea de la «identidad de género» como una ficción en la que los individuos se sumergen. Según Stock:

«Al menos algunas veces muchas personas trans y no trans por igual están inmersas en una ficción: la ficción de que ellos mismos, u otros a su alrededor, han cambiado literalmente de sexo (para convertirse en el sexo opuesto o no binario)».

Ella afirma que estar inmersa en una ficción es «no mentir o engañar a otros«, aunque dadas las consecuencias sociales del transgenerismo – y el hecho de que nos puede caer una sanción seria si no cooperamos con tales ficciones – la distinción en este caso parece bastante académica, si no bastante ficticia en sí misma.

Hay problemas obvios con la hipótesis de Stock. Ella afirma que «estar inmersa en una ficción es un comportamiento humano familiar, benigno y racional», pero, significativamente, los ejemplos que da implican participar en las artes y las actividades de ocio: leer una novela, jugar un videojuego, ir al teatro. En estas situaciones, uno entra conscientemente en un mundo ficticio durante un período de tiempo específico, y al salir por lo general no intenta, al menos, no en serio, bajar por las paredes del cine como Spiderman o meter a sus hijos en el automóvil como la familia von Trapp huyendo de los nazis.

Fuera de los ejemplos de arte y ocio, los beneficios de entrar en un estado tan absorbente son menos claros. El mundo generalmente da poca importancia a las ficciones tranquilizadoras que uno podría encontrar «personalmente útiles»: sumergirse en la ficción de que hace sol no evita que te empapes si sales a la lluvia sin un paraguas; si no puedes pagar las facturas, es poco probable que el banco coopere con la ficción de que eres millonario; y, para citar mal al poeta de performance John Cooper Clarke, si te sumerges en la ficción de que eres Napoleón es poco probable que tu psiquiatra te dé un caballo blanco y te aconseje invadir Rusia.

Lo que dolorosamente falta en el capítulo sobre la inmersión en la ficción, como con el resto del libro, es una consideración de las relaciones de poder. Como el cuento infantil The Emperor’s New Clothes ilustra tan maravillosamente, el grado en que se consienten las ficciones personales es relativo al poder y el estatus social de uno. La misma ficción que se le consiente a un hombre rico de clase alta, probablemente lleve a una mujer pobre y sin hogar a un pabellón psiquiátrico.

Un análisis feminista examinaría estas cuestiones de ficción y poder a partir de una concienciación de las posiciones relativas de los hombres como clase sexual y las mujeres como clase sexual. Es evidente que, como clase, los hombres tienden a tener sus ficciones consentidas, particularmente las ficciones que proyectan sobre las mujeres: el fenómeno de la pornografía y la prostitución a escala global proporciona abundante evidencia de ello.

Después de haber pasado dos años investigando y escribiendo informes sobre feminicidios, estoy muy familiarizada con las ficciones que presentan los hombres cuando son acusados de asesinar mujeres: ella me atacó primero, no me acuerdo, ella me hizo hacerlo… El que estos hombres estén mintiendo directamente o estén realmente inmersos en la ficción de que son inocentes, da igual. Ellos quieren que nos metamos con simpatía en sus ficciones; es claramente contrario a los intereses de las mujeres hacerlo. Una comprensión del transgenerismo como una forma de dominación masculina expone la disposición de Stock a entrar con simpatía en las ficciones de los hombres no solo como ingenua, sino directamente contraria a los intereses de las mujeres.

Esto no quiere decir que no haya contenido útil en el libro. El seguimiento de Stock de cómo la «ideología de identidad de género» ha capturado tantas instituciones sociales y políticas, por ejemplo, incluye información valiosa sobre la influencia perniciosa de la organización LGBT del Reino Unido, Stonewall.

¿Importa la falta de una comprensión feminista del transgenerismo? ¿No tiene valor el libro como una exploración filosófica «neutral» (un concepto ficticio en sí mismo) en lugar de un texto feminista?

Sí que importa.

Importa en términos de consistencia e integridad: Stock afirma estar escribiendo desde una perspectiva feminista: el subtítulo, después de todo, es «Por qué la realidad importa para el feminismo» y Stock se refiere a su propia posición usando frases como «mi línea feminista». Sin embargo, lo que es más importante, la falta de una comprensión feminista -con esto me refiero a, como mínimo, tener una comprensión de las relaciones de poder entre mujeres y hombres– conduce a graves errores en el encuadre del problema. Tal análisis obviaría la necesidad de gran parte de la discusión en la primera mitad del libro.

El capítulo sobre la identidad de género, por ejemplo, reafirma el concepto como significativo y no intrínsecamente dañino: Stock sugiere que «tener una identidad de género que no concuerda con el sexo es algo comprensible, algo a lo que la sociedad debe prestar una atención respetuosa» y se mete en una larga consideración de las motivaciones de los hombres que dicen ser mujeres. Sin embargo, una vez que entiendes la naturaleza de con quién y con qué estás tratando, se vuelve obvio que participar de buena fe es inapropiado.

Del mismo modo, una sección anterior sobre orientación sexual ignora la riqueza de la literatura feminista lesbiana sobre la construcción social de la heterosexualidad, haciendo referencia a teóricas queer como Butler y Halberstam mientras ignora a feministas lesbianas como Rich, Kitzinger, Wilkinson y Jeffreys. Esto lleva a afirmaciones como «las orientaciones sexuales se desarrollan debido a factores más allá del control individual … la heterosexualidad y la homosexualidad no son elecciones conscientes». Sin embargo, muchas feministas han argumentado durante mucho tiempo, para usar las palabras de la difunta y gran Alix Dobkin, que «Toda mujer puede ser lesbiana». Muchas mujeres reconocen que se volvieron (y siguen siendo) lesbianas como resultado de su participación en el Movimiento de Liberación de la Mujer, e ignorar este fenómeno y su literatura académica relacionada es borrar la política y la sabiduría feminista lesbiana.

A lo largo del libro, la falta de política feminista es irritantemente evidente a cada paso y en cada encuadre. En un momento dado, Stock afirma que «no hay nada intrínsecamente malo en que los adultos exploren y expresen identificaciones con el sexo opuesto o la androginia en el comportamiento, la vestimenta y, en algunos casos, las hormonas y la cirugía» (¿diría lo mismo sobre la cirugía estética racializada, me pregunto?). Ella argumenta que los hombres vestidos como mujeres en una «despedida de soltero» podrían merecer protección contra la discriminación por sus «atuendos no conformes con el sexo» (independientemente del derecho de las mujeres a disfrutar del espacio público sin ser atacadas por tales actuaciones misóginas), y casualmente hace referencia a «devaneos con animales de granja» (aparentemente refiriéndose a la violación de dichos animales). La notoria ausencia de una política feminista impregna todo el libro, como una versión negativa de la imagen del «palo de caramelo» (*) que la propia Stock utiliza para ilustrar el concepto de identidad de género.

Quizás lo más evidente es que la falta de análisis feminista significa que Stock habla el lenguaje del transgenerismo, promulgando lingüísticamente el mito de que existen seres como las «personas trans». (En una inversión surrealista, también repite la ficción de que «la comunidad trans» es un grupo oprimido). Lo más evidente es que se refiere repetidamente a hombres como «mujeres trans» y «ella» a lo largo del texto. Al hacerlo, no solo le hace luz de gas al lector, sino que oscurece las mismas afirmaciones, comportamientos y demandas de los hombres que es crucial sacar a la luz. Tal luz de gas socava las muchas páginas del libro de minuciosos cuestionamientos y análisis filosóficos: si está defendiendo la «realidad», Stock no nos hace ningún favor al reproducir lingüísticamente el mismo problema que busca dilucidar y desafiar. En lugar de, en palabras de Adrienne Rich, decir la verdad y crear la posibilidad de más verdad a su alrededor, Stock elige ser cómplice de una ficción antifeminista.

Curiosamente, Stock elige hacer una excepción en su uso del pronombre «para mujeres trans que ataquen o agredan a mujeres» (ten en cuenta que su «excepción» aún implica referirse a los hombres como «mujeres trans»).

Pero, ¿cómo puede ella saber qué hombres son agresores? ¿Y qué grado de daño se requiere antes de que revoque el privilegio de usar pronombres preferidos? ¿Infligir «conmoción cerebral y una fractura ósea orbitaria» a una oponente de boxeo femenino no es justificación suficiente para usar pronombres masculinos? ¿Qué tal potencialmente «pulverizar» a una futbolista? ¿Coaccionar a tu esposa? ¿No es el acto de fingir ser una mujer un acto de agresión contra las mujeres en sí mismo? Un sistema de nomenclatura tan extraño parece una seria desviación de la preocupación por la «realidad» que Stock afirma que es tan importante para el feminismo: si uno se preocupa por la realidad y la importancia de los cuerpos sexuados, uno usa pronombres consistentes con esa realidad, no? Stock admite que está «realmente en conflicto» sobre esto, pero sin embargo deja claras sus prioridades: su uso del pronombre «refleja lo que la mayoría de las personas trans individuales preferirían», colocando así los intereses de los hombres que dicen ser mujeres por encima de los de las mujeres que merecen no tener nuestras percepciones y realidad manipuladas. Como observa Rich:

«Nos han vuelto locas, nos han hecho luz de gas durante siglos por la refutación de nuestra experiencia y nuestros instintos en una cultura que valida solo la experiencia masculina … Por lo tanto, tenemos una obligación primordial entre nosotras: el no socavar el sentido de la realidad de la otra en aras de la conveniencia; el no hacernos luz de gas las unas a las otras».

Es en las páginas finales del libro donde la política de Stock se vuelve muy clara. Ella enmarca la embestida de los activistas transgénero contra las mujeres y los derechos de las mujeres, el acoso, las amenazas y la violencia, como un escenario de «dos bandos atrincherados que discuten en público sobre si las mujeres trans son mujeres y lo que eso significa». Sorprendentemente, afirma que frente a este ataque, «las feministas radicales y críticas con el género también tienen su parte de responsabilidad». Una vez más, una comprensión feminista de la dinámica de poder de la situación evitaría una tergiversación tan peligrosa de la situación como un escenario en el que ambas partes tienen «responsabilidad».

Después de haber interactuado extensamente con los defensores académicos de la teoría de la identidad de género a lo largo del libro, Stock parece desinteresada y despectiva hacia las críticas que el feminismo radical hace del transgenerismo. El trabajo pionero de las feministas radicales es ignorado, mientras que varios supuestos fallos y errores de las feministas radicales son repetidos, a menudo vagamente y sin referencia directa. El trabajo de Sheila Jeffreys se menciona solo para rechazar su supuesta «simplificación excesiva». El trabajo premonitorio de Janice Raymond y la colección Female Erasure de Ruth Barrett son ignorados por completo. Stock descarta la insistencia en la necesidad de nombrar a los hombres como hombres como «perversamente literal» y «selectivamente poco caritativo», sin tener en cuenta la literatura feminista radical sobre la relación entre el lenguaje y el poder masculino.

Stock insinúa que la crítica del comportamiento y la acomodación de los llamados «transexuales» resulta de estar «cegados con animosidad hacia el sexo masculino». Reñir a las feministas por ser «crueles» o «odiadoras de hombres» es una táctica de descrédito muy familiar, y es una pena que Stock reproduzca esto aquí, sobre todo cuando ella misma ha experimentado a compañeros académicos que recurren a «quejas sobre [sus] presuntos motivos o fallas personales» en lugar de abordar sus puntos de vista con argumentos y pruebas.

Si Stock se hubiera implicado seriamente con las críticas feministas radicales del transgenerismo, su consejo final hacia «un mejor activismo» podría haber sido menos fantasioso. Como dice el anuncio publicitario del libro, Stock prevé un futuro «en el que los activistas de derechos trans y las feministas puedan colaborar para lograr algunos de sus objetivos políticos». En un mundo donde las mujeres estamos perdiendo nuestros empleos, siendo echadas del dominio público y viendo nuestro lenguaje prohibido por los transactivistas, tal visión parece tan prometedora como un libro sobre la industria del sexo que aconseja a las mujeres prostituidas que colaboren con sus proxenetas, o un libro sobre violencia doméstica que aconseja a las víctimas que colaboren con sus agresores.

Es un signo de los tiempos que un libro que se queda tan lejos de un análisis feminista haya sido tan entusiastamente acogido por las feministas «críticas de género»: en este sentido, sirve como un barómetro útil sobre el estado actual de la política feminista dentro de este movimiento. Dado que es probable que el libro se vuelva influyente, es una pena que no cumpla con la afirmación de la «realidad» que promete. En última instancia, Material Girls es menos un testimonio de por qué la realidad es importante para el feminismo que de por qué el feminismo debería importar en primer lugar.

(*) El modelo de «palo de caramelo» sugiere que la identidad de género es innata.

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