¿Por qué hay feministas que desestiman los temores de las mujeres sobre la delincuencia de los inmigrantes?

El sector de las mujeres está anteponiendo la ideología «progresista» a la experiencia vital de las mujeres y las niñas.

Jo Bartosch, Blog de Salagre
(Foto de Vuk Valcic/SOPA Images/LightRocket via Getty Images)

¿Una víctima de violación se siente menos traumatizada cuando su agresor es un inmigrante? ¿Es menos ofensivo que te silben por la calle hombres cuyo acento no logras identificar? ¿Deberían las mujeres británicas simplemente callarse por el bien de la «cohesión social»?

Tras meses de protestas ruidosas por todo el país frente a los hoteles donde están alojados los inmigrantes, la clase profesional feminista británica finalmente ha dado un paso al frente, no para responder a estas preguntas, sino para decirles a los desagradables plebeyos británicos que se vayan calmando. Una carta abierta, firmada en agosto por más de 100 organizaciones de mujeres, trató de recordarnos a todos que la violencia sexual siempre ha sido una parte lamentable de la cultura británica, y que las mujeres preocupadas por la delincuencia de los inmigrantes no deberían montar bulla.

Bajo el título «No en nuestro nombre», las lideresas de los servicios para mujeres declaran: «La violencia contra las mujeres y las niñas se ejerce en nuestros lugares de trabajo, en nuestras escuelas, en nuestras calles y, más comúnmente, en nuestros hogares. Es una realidad incómoda que se comete en todos los grupos económicos, étnicos, de edad y sociales, y de forma abrumadora por parte de los hombres que forman parte de la vida de las mujeres y las niñas».

La carta continúa reprendiendo a los ministros laboristas por reconocer que podría haber «preocupaciones legítimas» que motivaran las protestas frente a los hoteles, y advierte que tales comentarios corren el riesgo de «normalizar y permitir la difusión de narrativas racistas por parte de la extrema derecha». «Estas falsedades no sólo no protegen la seguridad de las mujeres, sino que sirven como una distracción racista que obstaculiza activamente la urgente labor de abordar la violencia de género», añade.

Es cierto que la mayoría de los violadores son conocidos por sus víctimas y que, para muchas mujeres, el hogar sigue siendo el lugar más peligroso. Pero también es cierto que varios residentes de hoteles para inmigrantes han sido acusados de presuntas agresiones sexuales, incluso contra criaturas.

Es más, las tasas de violencia sexual varían enormemente en todo el mundo. Imaginar que los hombres criados, por ejemplo, en Afganistán —donde las niñas son negociadas para el matrimonio y la violación se considera una mancha para la víctima, no para el agresor— simplemente abandonan esos valores una vez que cruzan el Canal de la Mancha es, en el mejor de los casos, peligrosamente ingenuo. No se deben minimizar los temores y las experiencias reales de las mujeres y niñas británicas que denuncian haber sido acosadas, agredidas y, en algunos casos, violadas por esos hombres. No podemos permitir que un ideal político «progresista» se imponga a la realidad material.

La respuesta a estos informes no debería ser condenar a todos los hombres inmigrantes, sino exigir al Estado que sea sincero sobre los hechos. Varios medios de comunicación de izquierdas se han apresurado a desmentir la afirmación del ministro de Justicia del Partido Conservador, Robert Jenrick, de que los afganos y los eritreos son 20 veces más propensos que los británicos a ser condenados por delitos sexuales. Es cierto que sus cifras provienen de una fuente partidista: datos sobre libertad de información recopilados por el Centro para el Control de la Migración. Sin embargo, en lugar de exigir datos más fiables, las feministas prefieren evitar por completo el debate.

Lo más llamativo es la voluntad de ignorar el testimonio personal de las mujeres. En particular, The Guardian, ese orgulloso defensor del #MeToo y del «cree a las mujeres», olvida de repente sus principios feministas cuando el testimonio proviene de mujeres y niñas de Epping, Oxford o Wakefield. Sus denuncias de agresiones por parte de hombres migrantes que viven en hoteles de asilo son descartadas con indiferencia. En una hazaña excepcional de agilidad lógica, la columnista Zoe Williams incluso culpó a los manifestantes por dar un mal ejemplo a los sospechosos. Escribió: «Si tu alojamiento está rodeado regularmente por una pequeña turba hostil que a veces quiere incendiarlo, probablemente sea bastante difícil encajar en una vida normal y respetuosa con la ley, o incluso saber cómo es una vida respetuosa con la ley, en este país al que has escapado, tras haber oído que era civilizado».

De repente, se supone que no debemos recordar que el sistema judicial falla habitualmente a las mujeres en lo que respecta a los delitos sexuales, ya que sólo el 3,6 % de las violaciones denunciadas resultan en un cargo. Se olvida el valor que se necesita para denunciar el acoso y las agresiones de los hombres, independientemente de su nacionalidad. En cambio, se da la vuelta al guion: las denunciantes son retratadas como chicas vengativas o mujeres histéricas, y se desestiman sus testimonios llamándolos munición para la derecha.

Sin duda, parte de lo que se comparte sobre la migración y la delincuencia es exagerado y politizado. En una economía en la que los clics se monetizan, a menudo son las historias más escandalosas las que se hacen virales. Y es cierto que los racistas tienen un largo historial de utilizar la violencia sexual como arma para impulsar su agenda. Pero el problema general es que simplemente no disponemos de datos. Las cifras de detenciones, acusaciones, condenas y encarcelamientos cuentan historias ligeramente diferentes, e incluso la «nacionalidad» se registra de forma inconsistente: a veces por pasaporte, a veces por país de nacimiento, a veces ni siquiera se registra. Lo que sí sabemos es que alrededor de uno de cada diez hombres encarcelados por delitos sexuales es extranjero. Eso no es prueba de una representación excesiva, pero tampoco sugiere que los hombres migrantes sean modelos de virtud sin culpa.

Durante años, gente al servicio del Estado dijo, de forma tácita y explícita a las niñas abusadas por bandas de violadores musulmanes paquistaníes, que denunciarlo alimentaría la intolerancia. Era más fácil, sobre todo para quienes tenían el deber de protegerlas, creer que eran «prostitutas infantiles» problemáticas que además, eran desechables. Sus abusadores también lo sabían. El mismo mecanismo está en funcionamiento hoy en día en toda la izquierda dominante y, vergonzosamente, en el sector feminista. Aunque todos estamos de acuerdo en que los «ismos» son malos, el espectro del racismo parece ahora prevalecer sobre todas las demás preocupaciones. Se espera que las mujeres toleren la misoginia y el silenciamiento por el supuesto bien común.

Y este es precisamente el problema. Al apresurarse a declarar cerrado el debate, las organizaciones de mujeres pueden pensar que están acallando a los racistas, pero también están acallando a las posibles víctimas. ¿A dónde debe acudir una mujer violada por un migrante indocumentado si el centro local de ayuda a víctimas de violación emite comunicados de prensa insistiendo en que esos hombres no son más peligrosos que cualquier otra persona? En la misma línea, ¿a dónde puede acudir una mujer agredida por un hombre que se dice trans cuando las mismas organizaciones anuncian solemnemente que «las mujeres trans son mujeres»? Si las mujeres y las niñas no pueden confiar en que los servicios de apoyo reconozcan la realidad de su experiencia, sin ningún tipo de agenda política, no denunciarán.

En última instancia, el llamamiento a «creer a las mujeres» no tiene sentido si viene acompañado de un asterisco. Lo que se necesita es que las organizaciones que luchan contra la violencia masculina vuelvan a su objetivo fundamental y se tomen en serio los temores de las mujeres. En este momento, su postura no ayuda a nadie. Hace más difícil que las mujeres hablen y más fácil que los agresores se escondan.

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