Sobre la cultura de la cancelación en el movimiento crítico de género

Cancelada, Blog de Salagre
Difamar a las oponentes tildándolas de «extrema derecha» es una táctica muy conocida de la izquierda. Los transactivistas, por ejemplo, han tenido mucho éxito difamando a las mujeres de izquierda llamándolas «nazis» e «intolerantes» por el simple hecho de señalar que los hombres no son mujeres y pedirles que dejen de exigir acceso a espacios exclusivos para mujeres.

Los círculos críticos de género (CG) tampoco han sido inmunes a esta dinámica. Hablar sobre las bandas asiáticas de pederastas y violadores, aparecer en plataformas de derecha para hablar sobre cuestiones relacionadas con las mujeres e incluso pasar cerca de alguien que más tarde se identificó como de extrema derecha, han sido utilizados como «pruebas» por ciertas CG de izquierdas para afirmar que sus compañeras activistas son «racistas» y «de extrema derecha». Una vez acusadas, se les exigen diversas cosas, desde controlar con quien se asocian, hasta denuncias públicas e incluso peticiones para su expulsión.

Con el debido respeto a los sentimientos ideológicos de cada una, siempre me ha parecido un extraño autogol para un movimiento lleno de mujeres marginadas dar crédito a las falsas acusaciones de «extrema derecha», especialmente cuando la base de tales acusaciones es tan endeble, si no completamente inexistente. ¿Por qué se molestan siquiera con semejante tontería? Todas estamos en el mismo bando, ¿no? Yo solía pensar así, pero ahora no estoy tan segura.

Lo que ahora se conoce como el «movimiento CG» es la continuación de la permanente oposición feminista al transexualismo. Esto es lo que significa TERF (feminista radical transexcluyente), porque durante décadas las feministas radicales han sido las principales críticas del transexualismo y de la práctica de los hombres de forzar su entrada en espacios exclusivos para mujeres. A medida que el concepto moderno de transgenerismo desregulaba aún más la industria médica, legal y social del transexualismo, destruía los derechos y protecciones basados en el sexo y provocaba una expansión masiva de las industrias del «cambio de sexo», especialmente hacia la infancia.

En el nuevo milenio, la resistencia a este fenómeno se aglutinó en torno a los siguientes objetivos:

1- Restablecer los derechos basados en el sexo y los espacios y servicios exclusivos para mujeres y niñas.
2- Poner fin a los experimentos médicos y quirúrgicos nocivos de «cambio de género/sexo» en menores y adultos vulnerables.
3- Para lograrlo, utilizar un lenguaje claro y preciso en cuanto al sexo, y centrarse en derogar las leyes y políticas que afianzan la falsificación del sexo.

Debido a la censura y la persecución lideradas por los transactivistas contra cualquiera que criticara el transgenerismo, ha sido bastante difícil articular estos objetivos y crear conciencia sobre sus daños en la corriente dominante. Hasta hace sólo unos años, las mujeres que alzaban la voz eran habitualmente expulsadas de las redes sociales y las plataformas en línea, y el riesgo para sus puestos de trabajo y su reputación era elevado. Pero, ¿qué otra alternativa había? Argumentar que «ella» no debería participar en el deporte femenino, o que «ella» debía ser recluida en una prisión masculina en lugar de femenina, no tiene sentido. Si se utiliza un lenguaje preciso en cuanto al sexo —él—, la cuestión queda mucho más clara.

Para mitigar los efectos de la censura, y quizás para mantener su relación con el Partido Laborista, algunas CG de izquierdas se aliaron con hombres que se dicen trans y que estaban dispuestos a declarar públicamente que saben que son hombres. Esto funcionó en beneficio mutuo. Esos hombres que se dicen trans que estaban dispuestos a promover la causa CG se convirtieron rápidamente en estrellas. Consiguieron trabajos como conferenciantes y escritores con los que la mayoría de las activistas de base sólo podían soñar. Disfrutaron de oportunidades en los medios de comunicación convencionales, lo que a menudo permitió la creación de «manels» (mesas redondas formadas sólo por hombres) y desplazaron a las mujeres de los debates relacionados con los derechos de la mujer. Lo más gratificante, quizás, es que no sólo fueron aceptados, sino que fueron tratados como indispensables por las mismas mujeres que luchaban contra las demandas de hombres como ellos. Esto permitió a estos hombres que se consideraban trans y críticos de género establecer líneas rojas que el movimiento «oficial» CG no podía cruzar.

Las CG de izquierdas también se beneficiaron. Gracias a su asociación con esos hombres que se identifican como trans (y, se podría decir, a su apoyo a sus demandas), pudieron refutar las falsas acusaciones de «transfobia» y tachar a las activistas de base de «extrema derecha/afines/extremistas», con el fin de presentarse como la «alternativa razonable». Esto funcionó hasta cierto punto. Si bien les ayudó a ganarse un lugar en la mesa —lo que sin duda impulsó la causa CG—, las concesiones y las líneas rojas también significaron que los derechos básicos y la protección de las mujeres y la infancia siguieron siendo difíciles de alcanzar.

A medida que el activismo CG cobró impulso y las consecuencias de alzar la voz disminuyeron, la comunidad CG creció exponencialmente. En su mayor parte, los nuevos seguidores enriquecieron y amplificaron la causa CG. Desgraciadamente, también hemos visto una afluencia constante de estafadores, derechistas auténticos, activistas por los derechos de los hombres, parafílicos y sus facilitadores, que buscaban redefinir nuestros objetivos para adaptarlos a sus agendas. Para lograrlo, explotaron las dinámicas de poder y las divisiones existentes en el movimiento CG, adoptando las líneas rojas establecidas por los hombres que se identifican como trans, ganando poder e influencia al hacerlo, y luego utilizándolo para tomar represalias contra las críticas difamando a las mujeres de base como «extremistas» y «troles anónimos».

Uno puede enzarzarse en discusiones intelectuales y académicas sobre ópticas y estrategias, pero al final del día, las mujeres y las niñas siguen siendo acosadas habitualmente por hombres en lo que se supone que son espacios exclusivos para mujeres, y seguimos sin tener recurso legal alguno. Seguimos siendo acosadas en nuestros lugares de trabajo si nos atrevemos a oponernos a que nos obliguen a fingir que un hombre es una mujer. Las escuelas y los medios de comunicación siguen adoctrinando a las criaturas para que crean que «nacieron en el cuerpo equivocado», y éstas siguen siendo objeto de castración química y otras intervenciones de «reasignación de género», aunque sea bajo el pretexto de «ensayos clínicos».

Así que es comprensible que haya una creciente inquietud en la comunidad CG. El movimiento crítico de género no está ganando mucho terreno útil, a pesar de los años de recaudaciones y activismo. Las posibles razones se achacan a compromisos inútiles como llamar «ella» a hombres, afirmar que las leyes que permiten la falsificación del sexo no pueden o no deben ser derogadas, defender el acceso a espacios y servicios separados por sexos basándose en la apariencia física en lugar del sexo, y mantener la «medicina de género». Los mensajes contradictorios y el hecho de llegar a la mesa de negociaciones con la mitad de nuestros objetivos abandonados antes incluso de que comenzara la conversación nunca iba a ser una buena estrategia.

Algunas han aceptado estas críticas de buena fe. Otras han respondido acuñando el término «ultra», que pretende transmitir algo aún más peligroso, aterrador y contagioso que «extremista». Me gusta pronunciarlo con la mejor voz cómica de Brian Blessed: «¡Ulltrrrraaaaa!», pero en realidad, este nuevo insulto se lanza a la cara de las mujeres con el mismo tipo de malicia y por el mismo tipo de personas que «TERF», «feminazi» y «extrema derecha».

«Ultra» combina bien con otros epítetos, por lo que, por ejemplo, un hombre gay puede insultar a una mujer que se opone a la subrogación y al drag infantil —o a su misoginia— llamándola «ultra homófoba». Un profesor que se viste de mujer en clase y obliga a sus alumnos a llamarle «señorita», o un hombre que se hace pasar por mujer para obtener ventajas profesionales, puede tachar a las mujeres que critican sus acciones de «ultras transfóbicas». «Ultra de extrema derecha». «Ultra racista». «Ultra puritana». En el momento en que una mujer es etiquetada de esta manera, se convierte en un blanco legítimo de abusos dentro de su propia comunidad. A medida que se suman personas con un interés personal, la «campaña de cancelación» se intensifica, creando un efecto paralizador, en el que las mujeres vuelven a tener miedo de alzar la voz.

En este sentido, la creación de «ultra» ha facilitado la unión de estafadores, antifeministas y cualquiera en el movimiento GC visceralmente antagonista al concepto de protección, independientemente del lugar del espectro político en el que hayan plantado su bandera. Las feministas de izquierda, que durante años han calumniado a otras mujeres tachándolas de «ultraderechistas», ahora pueden unir fuerzas cómodamente con los misóginos antifeministas de derecha, sin temor a que se les confronte por su hipocresía, porque hay una amenaza mayor y más inminente que abordar: «Ultra».

El resultado final es una dinámica de control coercitivo, de la que las mujeres de base no pueden salir porque no son participantes en ella, sino el objetivo.

Artículo original

4 respuestas

  1. Me ha resultado muy nuevo el contenido del articulo de Maja Bowen, tal vez porque en España vamos retrasadas en el proceso, respecto a Inglaterra, que es el contexto del movimiento de críticos del género, CG. Pero ¡ojo!, ya nos llegará aquí. Por eso hay que agradecer a Salagre informarnos puntualmente de lo que pasa en los alrededores.
    Lo que entiendo, muy superficialmente, es que siempre, siempre, ya sea por oposición o por declararse aliados, los hombres siguen siendo patriarcales y dominadores de nuestros espacios, movimientos, acciones, etc. Es un aviso a navegantas: todo lo que no sea ocuparse los hombres hetero, bi o trans en mirarse su machismo conciliador o violento, es usurpar nuestros espacios y nuestras ideas.

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