Fue una vez en la playa, no era tarde, una noche de verano y la luz justo entre la puesta de sol y la oscuridad completa. Me mudaba de casa al día siguiente, estaba cansada de hacer maletas, me sentía sucia por el polvo y el cartón, y necesitaba un poco de aire y una vista diferente. Así que me fui a la playa a contemplar el mar. Sola. Y un hombre, un hombre al azar, se me acercó por detrás, silencioso con sus zapatillas de deporte, y me tiró al suelo bajo los puntales del muelle. Podía ver las luces del paseo marítimo y escuchar los sonidos de la gente allá arriba, pero era como si estuviera en otro país. Me pude zafar de él gracias a la adrenalina, y corrí, posiblemente, la única vez en mi vida en la que he corrido de verdad. Corrí escaleras arriba, a lo largo del paseo marítimo, cruzando la carretera, calle arriba, cruzando otra calle más, a mi piso, y a través del piso, hasta que me di de golpe contra la pared del fondo y ya no pude correr más. No fui violada.
Fue una vez en el metro, acalorada, aburrida, mugrienta, cansada. Media tarde. Llevaba una bolsa pesada y pensaba en el tren. El metro lleno, demasiada gente, estaba de pie en el espacio entre las puertas. Y sentí que una mano se deslizaba sobre mi trasero; inequívocamente deliberada, sin vacilaciones, no el golpe accidental de alguien que pierde el equilibrio o tropieza. La mano moviéndose entre mis piernas, su respiración en la parte posterior de mi cuello y la forma inconfundible de una erección empujando al fondo de mi espalda. No hay a dónde moverse. Aplastada entre la multitud, nadie lo ve. Y no garantiza que nadie hubiera hecho nada en caso de verlo. Contengo la respiración hasta la próxima parada, calculando si es más seguro bajarme y arriesgarme a ser seguida o quedarme y continuar siendo asaltada. Me bajo, camino a toda velocidad a lo largo de la plataforma, subo las escaleras mecánicas, desaparezco entre la multitud, planifico qué hacer si me sigue. Miro detrás de mí, no me sigue. Respiro hondo. Cambio de ruta, cojo un metro diferente, me preocupa perder el tren. No fui violada.
Fue una vez con un novio que era insistente, engatusador, incansable. Fingiendo que era una conversación de broma, normal, negando el filo que había debajo. Actuando como si esta no fuera una conversación que ya había ignorado los «no» físicos, emocionales y verbales. No parando, no permitiéndome hablar de otra cosa, no cediendo un centímetro. La persistencia insistente, la ligereza obstinada, la terca negativa a entender y el terco derecho a esperar que lo que él quería fuera más importante que lo que yo no quisiera. Y nada de ello evidente, nada de ello reconocido, todo en el tono, los silencios, el rechazo a carcajadas. Me fui a casa. Estuvo enfurruñado durante días, ofendido de una forma pasivo-agresiva, esperando disculpas, esperando que yo lo hiciera mejor. No fui violada.
Fue una vez en el trabajo, en una reunión de coordinación interinstitucional. Hablando después, poniéndonos al día, la gente por ahí, hablando. El hombre con el que tengo que trabajar por lo de la coordinación se planta enfrente de mí. Mi espalda está contra la pared. Se inclina hacia mí. Pone la mano en la pared para apoyarse en ella, su brazo está justo al lado de mi cabeza. Está plantado enfrente de mí. No tengo dónde moverme, estoy atrapada entre su cuerpo demasiado cercano y la pared. Su cara está justo en la mía. Está demasiado cerca y lo sabe, está sonriendo con satisfacción. Sus ojos me dicen que sabe que lo estoy pasando mal y que está disfrutando el hecho de hacerlo y el hecho de que yo lo esté pasando mal. Y habla sobre el trabajo, sus palabras diciendo una cosa, sus ojos y su cuerpo diciendo otra. Y él sabe que no hay nada que yo pueda hacer al respecto, nada que pueda decir porque ‘nada’ sucedió. Y porque sería marcada como hipersensible, exagerada, histérica. Hago contacto visual sobre su hombro con otra mujer que conozco bien; ella lo ha visto. Y se acerca, comienza a hablar conmigo, usa su cuerpo para interponerse entre nosotros y obligarlo a retroceder para que pueda salir. No fui violada.
Fue una vez en el parque, fue una vez en una fiesta familiar, fue una vez en un aeropuerto, fue una vez en el tren, una vez con otro novio, en el aparcamiento, en otro(s) aeropuerto(s), en otro(s) tren(es), en casa(s) de equipo(s), en fiesta(s) de amigo(s), en concierto(s), en la(s) oficina(s), en la(s) piscina(s), en la(s) playa(s), en otro(s) aparcamiento(s), en taxi(s), en pub(s), en la(s) discoteca(s), en el trabajo, por la mañana, por la tarde, por la noche, en público, en privado. Todas las veces que no fui violada, pero podría haberlo sido, y era una posibilidad clara y presente, no estaba bajo mi control. Todas las veces que él ha decido que no, y por eso no fui violada. Todas las mujeres que he conocido conocen estas historias; las suavizamos, las escondemos. Después de todo, no pasó nada.
Así que mientras me siento en otro cursillo de seguridad y los ponentes masculinos me dicen que la violencia sexual entra en la categoría de «cuidarnos a nosotras mismas», como si no lo hubiéramos estado haciendo toda nuestra vida, y como si la amenaza y la posibilidad no estuviera «ahí fuera», estos hombres, estos hombres en esta sala, no los hombres en los coches, en las casas de equipo, en la oficina, nos dicen cómo ‘cuidarnos’, que pensemos en cómo nos vestimos, y a dónde vamos, y qué hora es, y cómo vamos a ir a casa, y quién está a nuestro alrededor. Estoy a la vez ardiendo de furia y agotada hasta los huesos. No tienen idea de lo que están hablando. No tienen idea de que toda nuestra vida, desde que éramos preadolescentes, se ha definido por «cuidarnos a nosotras mismas». La experiencia de todos los días y de todas las noches de vivir con la posibilidad de sufrir una agresión sexual es completamente invisible para ellos y se han definido a sí mismos como «hombres buenos» igual que todos los hombres. Y no aprecian nuestros comentarios. Nos mandan callar, resentidos porque no les damos un premio por ser «buenos hombres», resentidos porque decimos que nuestros conocimientos y experiencia son más válidos que sus consejos. Nos mandan callar. No tienen ningún interés en entender todas las veces que no fuimos violadas. Y aún menos interés en todas las veces que sí lo fuimos. Estamos, todavía, una vez más, gritando al espacio. Gritando inaudiblemente porque no podemos ser escuchadas por hombres que están decididos a no escuchar. Y como no es su experiencia, no nos creen. Todavía, una vez más, vamos a cuidarnos a nosotras mismas de maneras que no pueden ni imaginar.