La nueva homofobia.

Hay una nueva y aterradora versión de homofobia que impregna los Estados Unidos, disfrazada de, si te lo puedes creer, activismo «LGBTQ». Para las personas homosexuales adultas como yo, está claro que este activismo no promueve nuestra igualdad, sino que de hecho compromete nuestra capacidad de vivir pacíficamente en sociedad. De hecho, está amenazando nuestra propia existencia.

Me di cuenta por primera vez de esta nueva homofobia en el verano de 2017, cuando hice prácticas en una importante organización de derechos LGBTQ. Ese enero, me había inscrito en la Universidad de Columbia para completar mi licenciatura, una meta que había estado posponiendo durante más de una década. Después de ser voluntario para la campaña de matrimonio igualitario de Maryland y una posterior campaña de legislación sobre los derechos de las personas transgénero, mi aspiración era convertirme en escritor y activista de justicia social.

Mi entusiasmo por las prácticas rápidamente dio paso a una mezcla nauseabunda de miedo y vergüenza. Yo no era, aprendí rápidamente, la clase adecuada de «queer». Yo era solo otro hombre gay «cis» (abreviatura de «cisgénero», una palabra que nunca había escuchado hasta que se me asignó, generalmente como un insulto), en otras palabras, una reliquia privilegiada y no evolucionada del pasado. Después de todo, ya tenía mis derechos: el derecho a casarme, el derecho a servir abiertamente en el ejército, el derecho a asimilarme a esta sociedad patriarcal opresiva, «cisheteronormativa». Era hora de dar paso a una nueva generación de «queer», una que tenía muy poco que ver con los derechos basados en el sexo y más que ver con la completa abolición de los conceptos de sexo y sexualidad.

Por aquel entonces estaba gastando tanta energía mental aprendiendo de memoria los pronombres de mis compañeros de trabajo y todos los nuevos dogmas progresistas por temor a que me condenaran ferozmente si patinaba, que no me quedaba ninguna para pensar críticamente o cuestionar de dónde había venido cualquiera de estos dogmas. Afortunadamente, y algo por casualidad, al semestre siguiente me inscribí en una clase llamada U.S. Lesbian and Gay History, dirigida por el prominente historiador gay George Chauncey. Fue allí donde la cultura que había encontrado en las prácticas, y, por supuesto, en el campus superprogresista y extremadamente «queer» de Columbia, comenzó a tener sentido.

En esa clase, aprendí sobre la teoría queer, una oscura disciplina académica basada en gran medida en la escritura del ya muerto intelectual francés Michel Foucault, quien creía que la sociedad clasifica a las personas, hombres o mujeres, heterosexuales u homosexuales, para oprimirlas. La solución es desdibujar intencionalmente, o «queer», los límites de estas categorías. Pronto este «queering» se convirtió en el método predominante para discutir y analizar el género y la sexualidad en las universidades.

Con la proliferación de las redes sociales, que difunden el dogma ideológico más rápido que cualquier institución religiosa en la historia, los académicos y activistas pueden reducir estas teorías en máximas aceptables, fáciles de digerir y regurgitar, especialmente en plataformas como Twitter, Tumblr y ahora TikTok. Así es como, de repente, tenemos un aumento masivo de jóvenes que se identifican como trans y «no binarios». Los teóricos queer insisten en que subvertir las categorizaciones que se han impuesto a los jóvenes, por ejemplo, el sexo que se les «asignó» al nacer, es la máxima expresión de autonomía y, además, la clave para liberar a la sociedad de un sistema ideado en gran medida, según afirman, por hombres blancos cisgénero. (Los logros científicos y culturales de las mujeres y las minorías raciales no cuentan para nada).

Esto podría no ser preocupante si, al adoptar estas nuevas identidades, los jóvenes simplemente estuvieran jugando con los límites de la expresión normativa de género, algo que gays, lesbianas, feministas, la mayoría de los liberales e incluso muchos conservadores recibirían con los brazos abiertos en la segunda década del siglo XXI. Pero muchos niños pequeños no se conforman con simplemente pintarse las uñas y usar vestidos, y las niñas tampoco se conforman con cortarse el pelo corto y jugar al fútbol. Con una frecuencia cada vez mayor, estos niños reciben medicamentos para bloquear su pubertad, hormonas sexuales cruzadas y cirugías irreversibles, mientras son alentados primero por las comunidades en línea, luego por los principales medios de comunicación y ahora por el gobierno actual.

En raras ocasiones, la medicalización es el camino adecuado para los jóvenes no conformes con el género, en particular aquellos cuya disforia de género, una «marcada incongruencia entre el género experimentado / expresado y su género asignado, que dura al menos 6 meses», como lo define el DSM-5 de la Asociación Americana de Psiquiatría, se originó muy temprano, causa angustia mental aguda y no muestra signos de cesar sin intervención médica. Pero según los 10 principales estudios de seguimiento sobre la disforia de género juvenil hasta la fecha, la gran mayoría (hasta el 85 por ciento) terminan desistiendo durante o después de la pubertad, es decir, se sienten cómodos con su sexo biológico y ya no desean identificarse como el sexo opuesto.

¿Y qué más encontraron estos estudios? Que la gran mayoría se identificó como gay, lesbiana o bisexual en la edad adulta.

Incluso sin estos estudios, la mayoría de los gays y lesbianas podrían haberte dicho más de lo mismo. La inconformidad de género, después de todo, es una experiencia muy común para la mayoría de nosotros durante la infancia. A mí me hicieron bullying en la escuela primaria por mi feminidad. «¿Eres un niño o una niña?», se burlaban los niños, cuando no me estaban llamando esa palabra de seis letras que empieza por F tan efectiva (Faggot, marica). Cuando era pequeño, dando vueltas y vueltas con las faldas de flores de mis hermanas mayores, a menudo también me imaginaba a mí mismo como una niña. Incluso en la edad adulta, ocasionalmente, aunque no a menudo, pienso en mí mismo como del sexo opuesto, una experiencia que especulo que es común para los hombres homosexuales. Después de todo, nuestra disposición inherente nos da el beneficio de percibir la vida a través de una lente de doble género. Pero he crecido para ser un hombre bien adaptado, exitoso, incluso masculino, cómodo en su sexo y, por fin, y a pesar de los efectos a largo plazo del bullying y de una infancia vivida en el fundamentalismo religioso anti-gay, con mi homosexualidad.

Claro, la extrema derecha religiosa sigue siendo una amenaza, y a mí, como a cualquier otra persona gay, todavía me pueden hacer daño con insultos anti-gay y puedo temer la amenaza de violencia en espacios menos tolerantes. Pero hoy tengo el mismo miedo de los activistas radicales que una vez anhelé emular, activistas que impulsan una agenda regresiva y antiliberal que cosifica los estereotipos de género, minimiza la seriedad de la medicalización a largo plazo y, en última instancia, busca abolir mi identidad, ya que sin sexo biológico, no hay homosexualidad. Hoy en día, los espacios menos tolerantes con personas como yo son, asombrosamente, los pasillos de las organizaciones de derechos LGBT, donde la amenaza podría no ser la violencia, pero, sin embargo, es una terrible estigmatización y vergüenza.

Hablando recientemente sobre estos temas con un especialista en salud mental LGBT, uno entre los muchos que están seriamente preocupados por la rapidez de la transición médica para los jóvenes en los Estados Unidos, me llamó la atención que, si los activistas radicales pueden convencer a suficientes personas de que el sexo biológico es una farsa, que «las mujeres trans son mujeres» y «los hombres trans son hombres,» entonces el camino hacia el borrado completo de las personas homosexuales no conformes con el rol de género estará completamente allanado.

Es posible que hayas escuchado historias de padres angustiados cuyos hijos de repente han anunciado que se identifican como trans. Tal vez tú seas uno de ellos. Los activistas que favorecen la intervención médica a menudo hacen a estos padres una pregunta mórbida: «¿Qué prefieres, una hija trans o un hijo muerto?» Pero la verdadera pregunta debería ser: «¿Qué prefieres, una hija trans o un hijo gay afeminado?» Me temo que para muchos, si son honestos, la respuesta sería la primera.

Es hora de que las organizaciones de derechos LGBT respondan al creciente número de gays, lesbianas y personas trans que hacen sonar la alarma sobre la medicalización de la homosexualidad por parte de activistas queer radicales. Y es hora de que los estadounidenses se pregunten, a pesar de todo el progreso que los gays y las lesbianas han hecho en este país en los últimos años, cómo están de cómodos con la idea de criar hijos gays afeminados e hijas lesbianas masculinas. Nuestra propia existencia depende de ello.

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