
Una mañana, hace dos semanas, eché un ojo a los titulares de la BBC y me encontré con la cara de mi antiguo editor, Peter Wilby. Había sido desenmascarado como pederasta y condenado por posesión de imágenes de abusos sexuales a menores. Todavía me pone enfermo esa revelación.
Ya sería bastante inquietante descubrir que alguien que conocías había hecho algo tan terrible: fue condenado por poseer imágenes de niños siendo violados desde los años noventa. Pero Wilby no era cualquiera. Era un pilar del establishment mediático, editor del Independent on Sunday y del New Statesman, y columnista del Guardian.
Los periodistas que habían trabajado con Wilby estaban horrorizados por sus crímenes, y muchos otros estaban furiosos por su «hipocresía», pero lo que me conmocionó fue darme cuenta de que había utilizado su posición como editor y columnista para crear lo que la escritora Beatrix Campbell ha llamado un «ambiente hostil» para las víctimas de abusos.
Cai en la cuenta de que me había aplicado ese «entorno hostil» al principio de mi carrera, cuando yo era periodista freelance en el Independent on Sunday, y él era el editor de noticias.
En abril de 1991, me enteré de los malos tratos físicos y psíquicos ocurridos en el hogar infantil Ty Mawr de Gwent, en el sur de Gales, donde algunos internos habían intentado suicidarse. Las denuncias surgieron a raíz de otras denuncias de abusos en otros hogares infantiles: el escándalo de «Pindown», en Staffordshire, donde el personal utilizó un control violento con los niños, y los abusos sexuales cometidos por el trabajador social Frank Beck en hogares de Leicestershire. Pensé que Wilby estaría encantado ante la perspectiva de una primicia, pero no podía estar menos interesado. La llevé al diario Independent, que la puso en portada e hizo una campaña con ella.
Siete meses después, informé sobre un escándalo de abusos en el norte de Gales, centrado en la residencia infantil Bryn Estyn de Wrexham, donde antiguos internos declararon haber sido agredidos sexualmente por el personal de la residencia y por un policía de alto rango. La historia ocupó la portada del Independent on Sunday, donde Wilby era entonces subdirector y, según supe más tarde, había aconsejado al director que no la publicara.
Se ordenó una investigación y se puso al juez retirado Sir Ronald Waterhouse a cargo. Su informe Lost in Care (Perdido Bajo Tutela), publicado en 2000, confirmó la enorme magnitud de los abusos y recomendó una revisión del sistema de asistencia. Describió Bryn Estyn como «una clase de purgatorio o algo peor, del que [los niños] salían más dañados que cuando entraban». El subdirector del centro, Peter Howarth, fue encarcelado por sodomía y agresión sexual a los niños a su cargo y murió en prisión. La policía declaró posteriormente que, de no haber muerto, habría sido acusado de otras 38 agresiones.
Pero uno de los implicados en los abusos, el superintendente Gordon Anglesea, demandó con éxito por difamación, lo que marcó el inicio de una reacción más amplia, encabezada por Wilby, contra los denunciantes, las víctimas y los periodistas que prestaban demasiada atención a sus denuncias.
Como director del New Statesman, publicó artículos en los que desacreditaba a las víctimas del norte de Gales, tachándolas de «dañadas» y manipuladas por periodistas como yo, todo ello como parte de una moderna caza de brujas en la que las verdaderas víctimas eran los acusados de abusos. El veredicto por difamación de Anglesea se citaba regularmente como prueba de la caza de brujas.
Algunos de mis testigos en esta investigación no sobrevivieron. Tres se suicidaron, dos de ellos habían denunciado abusos sexuales por parte de Anglesea. Este ex policía de alto rango fue finalmente condenado en 2016 por agredir sexualmente a dos chicos, de 14 y 15 años, en un «centro de asistencia» que dirigía para fugitivos. Fue condenado a 12 años y murió en la cárcel unas semanas después, pero fue más de 25 años demasiado tarde. Mark Humphreys nunca vivió para ver la justicia que ansiaba; se quitó la vida pocas semanas después de la victoria de Anglesea en el caso de difamación de 1995.
La heroica denunciante del caso del norte de Gales, la ex trabajadora social y ahora novelista Alison Taylor, demandó a Wilby y al New Statesman por difamación y obtuvo una disculpa.
La condena de Anglesea en 2016 no hizo reflexionar a Wilby, que se encogió de hombros y siguió con su campaña. En el Guardian, escribió en apoyo del pederasta y exestrella de pop Gary Glitter y criticó la campaña de The Sun para identificar a delincuentes sexuales infantiles. El Guardian ha retirado esas y otras seis columnas escritas por Wilby y ha actualizado su página de perfil para reflejar su condena.
También utilizó una columna en el Times Educational Supplement para denunciar lo que él describía como un exceso de celo en la protección de la infancia. Pidió un enfoque más relajado de las «relaciones íntimas» entre adultos y niños. «Es cierto que aborrecemos el abuso de menores y que ya no toleramos el abuso de autoridad ni siquiera para la satisfacción sexual de bajo grado. Pero, ¿es necesario ir tan lejos? ¿No podemos prohibir el sexo pero seguir permitiendo las relaciones íntimas entre profesores y alumnos, adultos y niños?».
Wilby abogaba por «matizar» estos asuntos, al tiempo que desacreditaba a quienes se atrevían a denunciar los abusos. No había ninguna matización en el material que Wilby recopiló y creó a lo largo de su carrera: eran fotografías de la escena del crimen de nuestros menores más vulnerables siendo violados para su placer.
Las pistas estaban todas ahí, pero hicieron falta las pruebas reunidas por la Agencia Nacional contra el Crimen para que todos lo viéramos como lo que realmente es: un pederasta.
Durante los últimos quince días me he estado preguntando cómo podría haber explicado todo esto a Mark Humphreys, el joven al que prometí ayudar a encontrar justicia, pero que se suicidó esperando en vano. Había sufrido abusos sexuales en Bryn Estyn por parte del personal contratado para cuidarle, incluido el subdirector del centro. El agente de policía más cercano al que presentar una denuncia era Anglesea. Y cuando por fin decidió confiar su historia a un periodista, resultó que el editor de éste era un pederasta -alguien que siente atracción sexual por los niños- que miraba por otros abusadores.
Yo era joven cuando conocí a Mark, hace más de 30 años, e ingenuamente pensé que si podía ayudar a sacar a la luz la magnitud de los abusos que habían sufrido los menores en centros de acogida, podríamos cambiar el sistema de acogida y garantizar que nuestras criaturas más vulnerables fueran vistas y escuchadas.
No contaba con los planes secretos de Wilby. Más de 30 años después de los escándalos del norte de Gales, Pindown, Leicester y tantos otros casos de abusos a menores, hay que seguir insistiendo una y otra vez en la necesidad de escuchar a la infancia y tomarse en serio las denuncias de abusos.
Wilby nos deja una pregunta difícil: ¿aprenderemos alguna vez?