Los líderes públicos no deberían soltar este mantra polémico y no probado como si fuera un hecho.
A los hechos no les importan tus sentimientos. Desear que algo sea cierto no significa que lo sea. Sean cuales sean nuestros deseos subjetivos, nunca debemos permitir que oscurezcan la realidad objetiva, y esto es especialmente cierto cuando se trata de cuestiones de política pública y discursos. Es, de hecho, profundamente imprudente – incluso orwelliano – que líderes e instituciones públicas afirmen como si fueran hechos teorías y opiniones que no han sido probadas y que entran en conflicto con las experiencias cotidianas de una gran parte de la población. De tales acciones pueden nacer revoluciones.
Por eso fue muy poco acertado que el Rey Carlos recitara en su mensaje de Navidad ese mantra tan querido por la clase liberal metropolitana de que «la diversidad es nuestra fuerza». O, para citarlo con precisión: «La diversidad cultural, étnica y religiosa es nuestra fuerza, no nuestra debilidad».
El problema aquí es que el rey, como tantos otros que sacan a relucir este cliché (porque eso es en lo que se ha convertido), están sustituyendo lo que desean que sea verdad por lo que realmente es verdad. El deseo en sí es honorable. Después de todo, no hay nada malo en querer vivir en una sociedad altamente integrada en la que todo el mundo se lleve bien y las diferencias culturales sean irrelevantes. Pero la verdad es que la vida no es así. Los humanos -la mayoría de nosotros, en cualquier caso- somos seres sociales y provincianos, que valoramos las afinidades culturales y la pertenencia. Una diversidad excesiva puede socavar estos valores.
Así pues, el rey no tenía derecho a imponer un deseo personal como si fuera una verdad. De hecho, todos los miembros de la clase gobernante de una nación tienen el deber, cuando se pronuncian públicamente, de preocuparse por los hechos, no por lo que suene bien o sea una opinión de moda entre otros miembros de la élite.
Porque no se puede en serio negar que, lejos de ser una fortaleza, la diversidad es, en muchos aspectos, el mayor reto de nuestro país. Basta con mirar a nuestro alrededor para ver pruebas de ello. Años de inmigración masiva e incontrolada, junto con la adopción del «multiculturalismo duro» -es decir, la promoción activa del separatismo y la diferencia cultural como política pública- han dado como resultado un país que está posiblemente más fragmentado que nunca. Incluso el propio rey se refiere al Reino Unido como una «comunidad de comunidades», una frase que supone un reconocimiento implícito de que nuestra cultura, antaño universal y unificadora, ya no existe y ha sido sustituida por, bueno, todo y nada.
Comunidades divididas según criterios etnorreligiosos; sectarismo comunal en nuestras calles (a menudo vinculado a conflictos en países lejanos); bandas de captación de menores; policías armados patrullando los mercados navideños; profesores de escuela forzados a vivir escondidos; la confianza cotidiana, el civismo y la solidaridad social erosionándose poco a poco; la «guetización» de ciertos distritos de nuestras ciudades; el auge del «populismo» de derechas, la creciente racialización de nuestros lugares de trabajo y de la plaza pública: todas estas cosas son pruebas de los inconvenientes de la diversidad a nivel de saturación. Y deberíamos desconfiar instintivamente de todo el que pretenda que no existen o que algún otro fenómeno es el único responsable de ellos.
Por supuesto, algunos preferirán vivir en una sociedad muy diversa, donde se hablen multitud de lenguas y se practiquen culturas diferentes. Estas personas suelen argumentar que todas las culturas son igualmente válidas y que una sociedad en la que domina una sola cultura es, en cierto modo, filistea o intolerante. Pero, en última instancia, se trata de una elección personal y, en mi opinión, minoritaria. Con demasiada frecuencia, esta gente confunde su preferencia individual con lo que puede ser deseable o beneficioso para la nación en general.
Hay muchas personas en nuestro país que, aunque son completamente buenas y tolerantes en su trato personal con los demás, independientemente de sus orígenes, no desean necesariamente vivir en una sociedad marcada por un rápido remolino social o «vitalidad» cultural. En su lugar, prefieren la estabilidad y la cohesión derivadas de la familiaridad y la unidad cultural, lo que no les hace moralmente inferiores. ¿Es Japón -una nación profundamente homogénea- menos civilizado o ilustrado por su falta de diversidad o por su negativa a promover el multiculturalismo duro?
Eso no quiere decir que las cosas no deban cambiar nunca. Al contrario, sería absurdo sugerir que un barrio o país pueda congelarse en el tiempo o protegerse de los vientos del cambio. Pero lo crucial es cómo se gestiona ese cambio. Los ciudadanos tienen derecho a que se respete su modo de vida arraigado -su cultura, sus costumbres, sus convenciones sociales, etc.- y a que cualquier cambio se produzca a un ritmo y a una escala que puedan asimilar cómodamente. En nuestra historia reciente, con demasiada frecuencia se les ha impuesto de una manera que ha causado desorientación y desarraigo. Ha sido demasiado rápido y de un alcance excesivo. Y cuando estas personas se quejaron, fueron tachadas de intolerantes de mente estrecha.
Resulta extraño (o quizá no) que las exigencias que se hacen a las comunidades de la clase trabajadora blanca en Gran Bretaña -que se abran a la diversidad y al cosmopolitismo, para promover mejor la tolerancia y el entendimiento- nunca se hagan a otras comunidades. ¿Te imaginas a un político diciéndole a una comunidad musulmana, por ejemplo, que no es lo bastante diversa y que debería estar más dispuesta a aceptar el cambio cultural?
No cabe duda de que al Rey Carlos, como a todos los monarcas, le mueve el deseo de seguir siendo «relevante» y de demostrar que está al día de lo que pasa en el país. Pero ningún corte de cinta o apretón de manos le proporcionará una imagen real de las vidas y prioridades de millones de sus súbditos, en particular de los que viven en las zonas obreras y provincianas de su reino. Cuando se trata de deberes como el mensaje de Navidad, va a estar invariablemente a merced de sus asesores. Pero estos asesores, que suelen proceder de un entorno no muy amplio, a menudo desconocen la vida más allá de sus propios círculos. Así que, a la hora de juzgar el sentir público sobre una cuestión determinada, es probable que se limiten a considerar lo que dicen otros miembros de la élite y las instituciones obsesionadas con DEI (Diversidad, Igualdad e Inclusión) que dirigen. Por lo tanto, para ellos, la fijación por la diversidad refleja el espíritu de la época.
Pero para la mayoría de nosotros no es así. Por mucho que deseemos lo contrario, nuestra sociedad está profundamente dividida. Y esas divisiones son en gran medida atribuibles a la obsesión de las élites por promover la diversidad a cada paso. Hará falta un esfuerzo considerable para remediar la situación. La mayoría de la gente fuera de la clase elitista lo entiende. Por eso se enfadan cuando oyen a los líderes públicos afirmar que «la diversidad es nuestra fuerza». Les dice que, o bien están recitando a sabiendas un eslogan falso con fines políticos, o simplemente no aprecian la magnitud del reto al que nos enfrentamos.
Si realmente desea que se le considere relevante y en contacto con la nación, el Rey haría bien en evitar en el futuro regurgitar mantras polémicos y sin fundamento.
2 respuestas
«¿Te imaginas a un político diciéndole a una comunidad musulmana, por ejemplo, que no es lo bastante diversa y que debería estar más dispuesta a aceptar el cambio cultural?».
Esta pregunta es la clave. Porque ¿no debería más bien adaptarse el inmigrante a la sociedad en la que supuestamente pretende integrarse? En España ni siquiera el estado es laico, sólo aconfesional y se nota todavía demasiado.
Los españoles tenemos una larga tradición de emigrar, y no pretendemos imponer nuestras costumbres. Además de una falta de educación y una arrogancia descomunal, contradice el objetivo: si emigramos, es porque (la mayoría de las veces) el país de acogida tiene algo que nos gusta o beneficia, si no, nos quedamos en casa.